Por: Valentina Ramírez | @PhilomathGo
En Nos hicieron noche, de Antonio Hernández, la voz del director se desvanece en la atmósfera liviana y onírica del documental. La película sigue la vida cotidiana de la familia afromexicana de los Salinas Tello en el pueblo de San Marquitos, Oaxaca. Esta comunidad perdida en los mapas se convirtió en el hogar de muchas familias que escaparon del huracán Dolores en el año de 1974.
La película nos cuenta la historia del pueblo a través de las conversaciones familiares que los mismos habitantes tienen entre sí, dejando de lado convenciones habituales del documental como la voz en off o las entrevistas. En vez de eso, nos sumimos en un collage compuesto por paisajes, canciones, bailes, escuelas, funerales, cabras y el mar, todo marcado por un ritmo contemplativo y algo lento, y una bellísima fotografía que muchas veces se acerca a los tonos pastel de un sueño. En el centro de esta exploración están los personajes de Romualda, una de las sobrevivientes de aquel terrible huracán, y sus hijos, entre los que destaca Adonis, un pequeño niño vital y alegre que explora su comunidad a su propio ritmo. Romualda cuenta a sus hijos las historias de la fundación del pueblo, les recuerda el valor de sus tradiciones como la danza, la medicina natural y la creencia en los tonales —que describe como personas que viven una doble vida, de día como seres humanos, y de noche como animales fantásticos.

La cotidianidad de los personajes se intercala con escenas del magnífico paisaje del sur de México y con momentos surreales donde las tradiciones se presentan a manera de sueños. El baile de los diablos está presente en excéntricas viñetas a lo largo de todo el film, difuminando la línea entre documental y fantasía. Pero, al mismo tiempo, la película nunca pierde de vista las problemáticas trágicamente reales a las que se enfrentan estas personas y su comunidad. Víctimas de la discriminación e ignoradas por el gobierno, la comunidad batalla con la falta de recursos.

Al dar un paso atrás, el director da lugar a que sean las mismas personas que el documental retrata quienes cuentan su propia historia, a su manera. Y, sin embargo, hay claramente una visión estética sobre las imágenes y el ritmo de la película. La relación entre ambos aspectos del documental se entrelaza de manera natural, y nos hace sentir que la cámara se vuelve un fantasma, o un espíritu, un ente que está sin interrumpir, y que simultáneamente se integra como un miembro más de la familia; a la manera de la naturaleza doble de los mismos tonales, que tanto definen las creencias de la comunidad.
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