Film Review: Sin novedad en el frente – La fotografía como caja vacía

Por: Daniela García Juárez | @danielagcjrz

En el cine, el silencio importa por todo lo que guarda. Los segundos transcurren en una imagen que se extiende y brotan semillas que crecen perpendiculares, rompiendo los límites dimensionales del cuadro. Como yedra, hacen camino por la imaginación y la memoria, hacia el territorio de lo sensible, aquel que el cine tiene la facultad de comunicar en su propio código. La imagen en movimiento no es y nunca será la letra, pero como ésta, también puntúa y escribe. Y es conveniente recordar que su rol escritor no recae únicamente en la semiótica. El plano-contraplano es solo el inicio, sinónimo de conocer las reglas de ortografía y redacción en un texto ¿Por qué entonces nos conformamos con llamar genios a los herederos de la escuela soviética que se jactan de su precisión para la gramática visual?

All quiet on the western front

Temprano en su historia, se dijo que el cine tenía un lenguaje. Desde entonces, el bilingüismo palabra-imagen se ha basado en colocar los puntos y comas correctamente, a veces asombrosamente, astutamente. Cortes y la luz y el azul después del rojo y el leitmotiv sonoro y voilá, se ha creado significado. Pero la poesía habita en otros lugares. En el silencio, por ejemplo, cuando la duración de sus palpitares abarca miradas que se desdoblan y se guardan dentro como muñecas rusas. Cuando algo dentro del plano lastima, como una punzada, un punctum (Barthes, 1980), el cine escribe con la imagen, y la imagen habla por sí sola, vive. Comprender esto es comprender las posibilidades que contiene el plano. Antes de recurrir al montaje que teje ideas y narra historias, está la imagen con posibilidad de respirar. De incendiar algo a partir de si misma.

All quiet on the western front (Edward Berger, 2022) ganó, entre varios otros galardones, el premio a Mejor Fotografía en la última entrega de los Premios Óscar. Desde la primera secuencia resulta comprensible: planos abiertos que registran una monumental puesta en escena bélica de la Primera Guerra Mundial. El atardecer se abre majestuoso en el fondo mientras los horrores ocurren. La cámara subjetiva sigue a los personajes en medio de la hazaña, en largas tomas que darían la impresión de un plano secuencia. Finalmente, la escena puntúa con la imagen de un bosque sereno, tupido de árboles tan altos que parecen tocar el cielo, sin reparar en la matanza cometida al pie de sus viejos troncos. Es una combinación tan precisa, estilizada y en apariencia, grandilocuente, que resulta contra-intuitivo pensar que se trata de una cortina de humo, una caja vacía. Pero algo en la pulcritud de su imagen resalta por su falta de verdad. Algo que le suplica manifestarse como más que solo puntos y comas. El silencio, tal vez. No solo para escuchar el tiempo que recorre el plano y lanza la punzada, sino para que la película se escuche a sí misma en el proceso creativo y logre ver lo que brota desde sus rincones, tan –o más– importantes que la trama.

All quiet on the western front

Como esta escena, la película sigue. La constante es la estilización de la luz, dirigida al personaje matizando su evocación sentimental que varía a lo largo de la trama, contrastada con la oscuridad de los espacios que le rodean. Otras imágenes llaman por su representación de la proeza de la dirección coral y su captura simétrica en cámara, o el entorno natural y su belleza magnífica, postales de tiempos idílicos y no bélicos. Las imágenes son bellas, pero rápidas, y en su falta de respiro se alejan de su potencial sublime. Van una detrás de la otra, pausando por mucho unos cuantos segundos, sobre todo aquellas situadas en puntos álgidos del drama de la película. Lo que podría entreabrirse en la pausa de las imágenes se ve detenido por el montaje de herencia soviética que prioriza la narrativa y sus significados inmediatos ante la sensación y la imaginación que evocaría el mundo al fondo del plano.

All quiet on the western front

Las imágenes concretas de la guerra también responden a esta tendencia. Lo que vemos son batallas no solo sangrientas pero brutales. Cuerpos desmembrados cuál noticiero amarillista. El plano punza no por la riqueza de la imagen, sino porque cada momento está hecho para ser agobiante, para detonar el miedo a la muerte desde la corporalidad del espectador, desde su respuesta natural a los estímulos lasivos.

Pienso en Waltz with Bashir (Ari Folman, 2008), documental animado sobre el Conflicto de Líbano del 82. Pienso en el horror contenido en un sueño que titila en la memoria de la guerra. En el miedo que no incluye la explotación de cadáveres, charcos de sangre, ojos caídos, muertes convenientemente situadas en puntos de inflexión al siguiente acto. Un horror contundente que sabe cuándo y cómo mostrarse para que nunca lo olvides. Pienso en una película que escribe.

Waltz with Bashir, Ari Folman (2008)

Pienso también en la novela debajo de la película (All quiet). Imagino las letras, las descripciones, pienso en la aterradora tarea que enfrenta el cine cuando de traducir letras a imágenes se trata, porque traducir no es lo mismo que representar. Cada lenguaje tiene su propia historicidad, identidad y vida. No basta con dibujar líneas que sean palabras disfrazadas. Toca descubrir otras formas de emerger en sentimiento y sensación a través de los recursos propios del cine.

Pienso, por último, en Women Talking (Sarah Polley, 2022), contemporánea contrincante de All quiet on the western front y también adaptación de una novela. Pienso en sus imágenes, rebosantes de sencillez y fiereza. Pausadas. Cuidadosas. Como quien sí quiere descubrir un nuevo lenguaje bajo la letra, en lugar de conquistar las tierras de la página con su llamado «arte cinematográfico». En su renuncia al cine estetizado a favor de un cine que sí habla, que escribe con los recursos del cine, que se vuelve una matrioshka de posibilidades en la imaginación y la memoria, contenida en un plano de dos manos que se entrelazan y te sumergen bajo los pliegues de los dedos.

Women Talking, Sarah Polley (2022)

All quiet on the western front tiene una visión de esto. Un pequeño resquicio de lo sublime, algo que pide atención por encima del efectismo en el montaje. Entre cada secuencia bélica o de revelación fundamental de los puntos de ficción, la naturaleza emerge, se impone. Planos amplios (aunque cortos) de la montaña y el atardecer, del río que corre después de una batalla, como si nada hubiera sucedido. De las hormigas que caminan a lado de los cadáveres.

Después de uno de los enfrentamientos más cruciales del protagonista con la guerra, los pájaros trinan y el cielo se tiñe de un naranja tenue. Es el otro mundo. Aquel que no solo se sostiene mientras el de los hombres se resquebraja, pero que también dialoga con la muerte mostrando la cara de su vida, tan despreocupada y desentendida de la guerra que la reduce a una ironía. Es casi un chiste, ver correr el agua del río, mientras las trincheras se llenan de lodo rojo y las tinas de mujeres que lavan uniformes para ser reutilizados y remendados son océanos escarlata. Es un chiste. La guerra.

«Hormigas. Pequeñas hormigas corren por el tronco. Alrededor retumba la maquinaria militar. Soldados. Gritos, maldiciones. Juramentos. El zumbar de los helicópteros. Y, mientras tanto, ellas corren por el tronco«

(Alexievich, 2005, p. 194)
All quiet on the western front

Hay otras cosas que también son visión.

La conversación entre dos soldados sobre el después de la guerra, por ejemplo. Mencionan las posibilidades de su vida con tanta cautela que mas bien las rozan, sin tocarlas del todo, a sabiendas de la pesadilla que realmente comenzará y se sostendrá una vez que dejen el campo de batalla –si es que realmente lo logran–. Es fundamental, para entender el verdadero horror debajo de la guerra, reconocer su carácter inagotable: una vez que empieza no acaba. Rebota en la historia de una improbable vida futura. Se cuela en todos los matices de la experiencia humana, en la cosa rara que puede ser el amor. Y de ese amor como cosa rara, nacen hijos que también llevan la guerra consigo. Y nietos. La guerra se propaga y sobrevive de generación en generación, como un parásito o una herida que no cierra y se mantiene, recalcitrante se come la piel poco a poco, silenciosamente. No da tregua.

Mientras, el gobierno da medallas.

All quiet on the western front

Otra visión: el delgado aliento de vida corre entre los soldados mientras un empujón en el lado incorrecto despedaza sus cuerpos. En un parpadeo, miedos y sueños son aniquilados. «Soy unas botas con un rifle». Y un soldado guarda un escarabajo en una caja de cerillos. Escuadrones enteros mueren y el escarabajo sobrevive. Aún en el conocimiento de su fragilidad, la vida se aferra a sí misma. Intenta reconocerse como algo más que un simple suspiro, más que un uniforme a ser lavado y remendado.

Son solo visiones porque la película no se escucha. No atiende sus verdaderas preocupaciones y necesidades. Parece mirar de reojo las punzadas que quieren surgir, pero no las deja atravesar la carne de la pantalla eligiendo poner la historia y sus acontecimientos por delante. Se enfoca en el momento semiótico y mata a la imagen. Mata las miradas y el dolor que crece dentro del plano. Apaga el fuego. Es por ello que su premio a Mejor Fotografía me sabe tan amargo, por su condición de caja vacía. Lo que pudo ser sublime es panfleto, entretenimiento. Y la guerra enmarcada como entretenimiento es peligroso por su cualidad efímera. Si algo tendría que hacer el género bélico en estos tiempos es evitar el olvido. Evitar que se desvie la mirada de la guerra que nunca se ha agotado, no darnos palmadas por fruncir el ceño ante casi tres horas de ríos de sangre en pantalla. Sería lo mínimo.

Referencias:

Alexievich, S. (2005) Voces de Chérnobil: crónica del futuro. Debolsillo.

Barthes, R. (1980) Camera Lucida. Planeta.

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