Por: Lily Droeven | @lilydroeven
Desde que se habló que The Eternal Daughter sería la siguiente película de Joanna Hogg tras las dos piezas que conforman The Souvenir en las que reconstruye una parte de su vida, mis expectativas fueron altas, no solo porque volvería a contar con la participación de su amiga, la multifacética actriz Tilda Swinton sino porque Joanna siempre logra retratar sus obras de una manera natural pero elegante e intensa al mismo tiempo que atrapa al espectador por medio de conversaciones, la intimidad emocional de sus personajes, largos silencios, miradas que se cruzan en habitaciones, momentos tan personales que pareciera que estamos cerca de los personajes y que además terminamos por sentirnos identificados.
Cuando los créditos finales de la película salieron me sentí contenta porque una vez más Hogg había logrado su propósito como cineasta, contar una historia de una manera muy personal pero sorprendente demostrando sus méritos como realizadora, al mismo tiempo en el que me dejó ciertos sentimientos y emociones que aún siguen aquí, pero satisfecha con el resultado esta increíble pieza de metaficción.

La escena inicial de la película nos muestra a la cineasta y guionista Julie Hart dirigiéndose a bordo de un taxi junto a su madre Rosalind (una maravillosa interpretación doble de Tilda Swinton) y su perro Louis a una mansión histórica que perteneciera en el pasado a un familiar de Rosalind. La mansión que en la actualidad se encuentra funcionando como un hotel está completamente alejada de todo, encontrándose rodeada por muchos árboles con una niebla espesa que parece nunca dispersarse, creando un ambiente espectral y misterioso.
Julie está atravesando por un bloqueo creativo, así que la razón de su estancia es relajarse para escribir el guion de su nueva película que retrata su relación con su madre y la vida de esta, incluso está preparada para grabar en audio alguna remembranza de Rosalind que le sea esencial para desarrollar su guion, especialmente porque esos recuerdos se componen por sus vivencias en ese antiguo hogar.

En su búsqueda por un lugar tranquilo, Julie comienza a recorrer los pasillos, habitaciones y jardines, pero se distrae al escuchar inquietantes ruidos mientras que extrañas figuras de niebla parecen observarla a través de las ventanas y suele despertarse durante la madrugada, empezando a convencerse de que hay algo ahí que la sigue constantemente, dejándola inquieta. Lo que parece más extraño aún es que creen ser las únicas huéspedes ya que sólo ven a la recepcionista y al jardinero e incluso durante una cena, Rosalind le pregunta a su hija si han llegado temprano o tarde porque parecen no haber más huéspedes, Julie asegura que el comedor estaba vacío cuando llegó pero que posiblemente lo estaban. Dejando a un lado esa observación empiezan a desenterrar recuerdos de la niñez de Rosalind y sus visitas a la mansión, dando lugar también al comentario de que Julie se ha estado sintiendo intranquila desde su llegada. Esa es la primera de varias conversaciones que ambas tendrán y que, a partir de ese momento es cuando la verdad comienza a materializarse lentamente hasta ser revelada al espectador en el clímax de la historia.

Recurriendo a elementos góticos y sobrenaturales que incluyen luces en tonos fríos y neutrales, extraños sonidos a la distancia además de silencios constantes y la espectral pero sublime fotografía de Ed Rutherford, Hogg construye The Eternal Daughter de una manera delicada e íntima, como un epílogo de The Souvenir Part II —y ambientándolo varios años después— en el que esta vez Tilda Swinton asume el papel de la ahora adulta Julie Hart (anteriormente interpretado por Honor Swinton Byrne) y de nuevo a la madre de esta, Rosalind.
Otro elemento utilizado por Joanna es que a partir de la llegada de Julie y Rosalind a la mansión y durante toda su estancia pareciera que el tiempo se hubiera detenido, centrándose en los flashbacks que recaen en las pláticas entre madre e hija, explorando su relación por medio de los recuerdos de cada una y los que compartieron a través de los años, secretos familiares, algunos de ellos desagradables que no tardan en salir a la luz llegando al punto de crear cierta tensión incómoda entre ambas.

Es mediante estos recursos que Hogg los utiliza como alegoría para transformarlos en los inevitables fantasmas personales que aún yacen intactos en la memoria, así como en cada pared o espacio de la mansión, volviéndolos palpables ante las protagonistas que terminan por revivir el pasado, por lo que la aflicción y confrontaciones no se hacen esperar. La narrativa enfatiza como Julie lleva consigo los fantasmas del pasado en su propio presente en el que intenta reconciliarse con sus lazos familiares para buscar sanar el dolor y superar el duelo, que al mismo tiempo la ayudarán en su proceso de creatividad.
La doble presencia de Swinton en pantalla se vuelve cautivante. A lo largo de la película la cámara se enfoca en el rostro de Julie o Rosalind por separado –en planos frontales cuando están juntas– como en las escenas de la recámara, sala o en el comedor. A medida en que se encuadra una frente a la otra individualmente, la cámara captura el derrame de emociones logrando romper momentáneamente nuestra perspectiva de la historia, dando la impresión como si Julie en realidad estuviera hablándose a sí misma, a una versión de su “yo” en el futuro. Este efecto será el encargado de trazar durante el tercer acto un paralelismo agudo que definirá la construcción del proceso creativo de Julie que la llevará a continuar con su proyecto cinematográfico.
