Por: Ofelia Ladrón de Guevara | @ofelia.latro
Sentados en un sillón rosa con flores doradas o de pie junto a un piano, en lo que parece un estudio, varios hombres de diversas edades (entre 16 y 99 años) leen fragmentos de la controversial novela: Josefine Mutzenbacher o The Story of a Viennese Whore, publicada en 1906 de forma anónima y que, con el tiempo, se designaría a Felix Salten como su autor. Los fragmentos de la novela —una erotización del abuso (¿o una fantasía masculina?)— se materializan en la voz, los gestos y los comentarios de los participantes. El estudio se convierte en el set de una supuesta audición que, a su vez, se transforma en un filme cuando nosotros, los espectadores, miramos que lo ocurrido ha tomado forma de documental en Mutzenbacher (2022), de Ruth Beckermann.
La frontera entre las sensaciones corporales, el placer y el deseo que se describen en los fragmentos y la inesperada aparición de un cura o del propio padre dirigen el acto sexual narrado hacia una dirección opuesta: hacia el abuso. La audición abre un espacio en donde la lectura de este centenar de hombres se convierte en un espejo en el que las prácticas propias —la forma de vivir el erotismo y el consenso— se reflejan y muestran que, en lugar de situarse entre límites estrechos (entre un blanco muy blanco y un negro total), están dentro de un camino sinuoso, donde se despliegan muchos matices.

En la invariable dinámica del documental, cada participante que da lectura a un fragmento nutre y hace vivir a las palabras del texto. Son ellas las protagonistas, las que mantienen la tensión y el desarrollo del documental. De pronto las descripciones narradas se convierten en la posibilidad de imaginar el cuerpo que gime y suda y se contorsiona en el clímax de un orgasmo. Sin duda el espectador se ve atravesado por la misma paradoja que cruza a aquellos hombres: ¿Cómo el placer y el abuso pueden estar tan próximos y hasta convivir difuminando sus fronteras? Pero este cuestionamiento pierde su carácter abstracto, está ahí, en lo que las palabras generan, en la contrariedad entre el rubor y el asco que causan en los participantes y en el espectador mismo.
Por ello, Mutzenbacher es un documental para ver con el cuerpo, con la moral y sus argumentos silenciados; es el recordatorio de que existen amplios rangos en un tema tan apolillado por lo políticamente correcto. Ante este laberinto sin respuesta, de fronteras entre opuestos que se deslavan, las raíces del documental mismo se ponen en tela de juicio. Beckermann ha citado a cien hombres diciendo que se trata de la audición para su siguiente película. Ninguno de ellos, durante el momento de la grabación, sabe que lo que está interpretando es ya el filme. Pero la ligereza y la confianza con la que se desplazan en el set, además de la desinhibición con la que hablan de sí mismos y de sus experiencias, dan signo de la relación clara que la directora ha establecido con ellos.
Un ejemplo de lo anterior es lo que un joven dice a Beckermann cuando durante la audición señala que está ahí porque admira su trabajo y porque confía en su habilidad para gestionar una cuestión tan delicada. Ante esta aseveración y la cámara fija que no deja escapar ninguna de las reacciones, cabe preguntar cuál es la posición de la documentalista, si existió un camino trazado hacia el cual dirigir a los participantes. Al igual que como ocurre con el placer y el abuso, el documental nos lleva a preguntar por la línea divisoria entre mostrar a alguien como es y exponerlo cuando un hombre de más de 50 años afirma ante la cámara que él sí podría tener algo con una mujer de 16 años. Por momentos como este, las raíces del documental quedan confusas: toman la forma de un laberinto. Y, tal vez ese es el objetivo, hacernos dudar y arrancarnos cualquier intención de escribir estatutos, para que lo auténtico —los contrastes que hay en todo acto— se muestre.

En los fragmentos de la novela el abuso está presente. No cabe ni dudarlo. Sin embargo, las reacciones tan contrarias de los hombres durante la audición nos obligan a escudriñar la línea que divide al cuerpo —que en tanto cuerpo y pese al abuso siente— de la pluma masculina que escribe y, al hacerlo, disipa el dolor y lo convierte en placer. Hay que preguntar: ¿Qué tan cerca están el placer y el abuso? Sin caer en el sesgo de la erotización que los fragmentos prometen. Ante esto, es el espectador el que termina por resolver el enigma. No hay un desenlace único o posible, lo que el filme esconde es más un caleidoscopio a través del cual mirar a aquellos hombres. Sí, de mirarlos como a un espejo para que sin miedo podamos mirarnos a nosotros mismos.
Así, Mutzenbacher se pregunta cómo construimos el afecto y, al hacerlo, cuestiona su propia estructura. La dualidad entre el placer y el abuso al romperse quita aquello que estorbaba para mirar. Pues al fin y al cabo, resistir a las dualidades es también una forma de acercar la distancia con los otros, de reconocerlos. De este modo, el documental nos regala una mirada nueva con la cual aproximarnos a las paradojas de la vida, a ese encuentro con el placer y el abuso que tanto dice sobre cómo construimos nuestras relaciones y afectos.
Ofelia Ladrón de Guevara
Escribo crítica de cine y narrativa.
