Por: Daniela García Juárez | @danigcjrz
Cuando vi Mysterious Skin (Gregg Araki, 2004) sentí un nudo en el estómago difícil de explicar. Tenía ganas de vomitar pero la boca seca, un cansancio físico que se fue desarrollando progresivamente hasta dejarme agotada. Emociones que me unían a la película, diluyendo la separación entre la pantalla y mis dedos que tronaban nerviosos ante los horrores desdoblándose en cada plano. Mysterious Skin explora las consecuencias psicológicas del abuso sexual en la infancia, a través de dos personajes adultos que manifiestan conductas peculiares en su sexualidad, e imaginan mundos de ciencia ficción como defensa ante recuerdos mucho más oscuros.

De Mysterious Skin rescato la manera en que Araki organiza la información disponible dentro de la trama a través de un montaje paulatino y dosificado, brindando al espectador los mismos trazos de imágenes ambiguas, recuerdos bloqueados y emociones inexplicables, fluctuantes entre la imaginación y la realidad, que viven en la mente de los personajes. Desarrolla la resolución del misterio al mismo tiempo en el mundo socila e interno del personaje, así como en el mundo fuera de la pantalla, creando una radiografía visual del trauma, en su esencia caótica y contradictoria, situado en el terreno de lo inconsciente, usualmente inaccesible para la comprensión y empatía colectivas desde los actos conscientes (como denunciar un abuso muchos años más tarde).

En la vida fuera de la pantalla, donde la comunicación entre los seres humanos es esencialmente vocal, el esfuerzo por entender los mundos ajenos a través de los hechos observables, se ve truncado por la barrera comunicativa que es el ego. Los procesos de cognición que parten de adentro hacia afuera, y nos ponen como centro y punto de partida en la interpretación del mundo, dificultan la comprensión de fenómenos particulares en la diversidad de pensamiento y emoción de los demás, y para contrarrestarlo, ejercitamos la empatía hasta conseguir no ser indiferentes, aún si nunca alcanzamos un entendimiento genuino.

Los sentimientos expresados a flor de piel –lágrimas, gritos, risa incontenible, vacío en la mirada– transmiten una empatía mas corrosiva, que acerque al rompimiento de barreras y al acceso de la piel ajena. Las palabras no son suficientes porque carecen de un efecto visceral, algo que nos conecte al lenguaje primario de la emoción y despierte la sensibilidad dormida. Las experiencias sensoriales que ofrece el cine, pueden ser traductoras de lo incomprensible, disolviendo la pared del ego. En The skin of film (200), Laura Marks lo plantea así: en el cine, el ojo es un órgano táctil, y como espectadores, no podemos escapar de nuestra respuesta física al mirar películas que nos afectan desde el tacto.
Como en Mysterious Skin, esta cualidad destaca en el reciente largometraje de la directora argentina Lucía Puenzo, escrita en colaboración con Mónica Herrera, Samara Ibrahim y la actriz Karla Souza, la cual, recrea un proceso de denuncia por abuso sexual en el ámbito deportivo, explorando los estragos psicológicos y el mundo interno de las víctimas. En un proceso de revelación paulatina, la película entrelaza al espectador y a la protagonista en uno solo, dando a conocer la información al mismo tiempo que es asimilada dentro de la diégesis, creando puentes de empatía a partir de la visualidad háptica en el aparato fílmico.
La película se centra en Mariel (Karla Souza), una veterana clavadista de élite a punto de competir en sus últimos Juegos Olímpicos, y cuyo mundo es sacudido al enterarse, tan solo unas semanas antes de la competencia, que su entrenador de toda la vida ha sido acusado de abuso sexual. Como su prestigio lo precede, Braulio, el acusado, cuenta de inmediato con el respaldo de toda la asociación del deporte, así como de familia y amigos que, incluyendo a Mariel, lo defienden ciegamente. La víctima en cuestión, una menor recientemente añadida al equipo, lo niega todo, dejando a su madre con un testimonio vacío y la herida abierta.

A partir de ese momento, los mundos físico y psicológico de Mariel se desmoronan de a poco. Aunque ella afirma –sin rastros de mentira– nunca haber vivido ningún abuso por parte de Braulio, algo en su entorno simplemente no cuadra con su versión de los hechos. Hay banderas rojas inmediatas en su historial: relaciones sexuales impulsivas, infecciones vaginales recurrentes, dificultad para ver videos de su infancia, tendencias perfeccionistas y autolesivas. Todo indica una disonancia entre aquello que ella cree saber de sí misma y lo que realmente pudo haber sucedido. La verdad reside en un lugar inconsciente al que no puede acceder, y la/el espectador/a, al ver la historia desde el punto de vista de Mariel, también es detenida/o de cerrar el caso por completo.
La capacidad para resolver el misterio irá más allá de un proceso intelectual de construcción de significados, para darle prioridad a la conexión visceral que el espectador creará con las imágenes y la que detonará Mariel a partir de sucesos que activan la memoria perdida. Anclarse a su sabiduría sensorial para lograr fiarse de sí misma, será el camino a la liberación de ese laberinto cuyos ladrillos fueron años de gaslighting y grooming. La película es entonces una representación radiográfica del mundo interno de una sobreviviente de abuso, mostrando la parte invisible, lo abstracto, aquello que no se puede responder desde adentro sino en comunión con elementos que despiertan y detonan juegos de la memoria.
La nulificación del ser tras un episodio de violencia sexual, puede alentar a desconfiar de la verdad interior. La memoria se vuelve un territorio engañoso, la vida, un holograma mal proyectado, y los mecanismos de defensa por el trauma, fenómenos tan ambiguos que resultan inexplicables sin la realidad material como aliada. La gente no entiende lo que no puede ver con sus propios ojos. Lo invisible en las contradicciones internas durante el proceso de denuncia que son, en realidad, heridas de guerra.
“A veces nos cuestionan ‘¿pero por qué no denunciaste antes? ¿Por qué no dijiste nada hasta ahora?’ Pues la idea con esta película es mostrar un poco de todo lo que hay antes de que una pueda admitir que sufrió un abuso. Un poco de todo lo que no se ve antes de llegar a la denuncia.”.
La actriz Karla Souza dijo estas palabras, posterior al estreno de La caída en Morelia. Tras escucharla, no puedo evitar pensar en el Cine-Ojo de Vertov. La teoría que describe al cine con la cualidad omnipresente de la integración: mientras los sentidos se limitan a la captación de una experiencia a la vez, en una sola locación y a través de un único punto de vista a cada momento, el cine nos teletransporta a distintos fragmentos de vida en una unidad compacta gracias al montaje. Así se consigue lo imposible: vivir mil vidas dentro de una sola, indagar en cosas más allá de los límites de nuestro territorio físico y corporal. Empatizar de verdad.

Películas como La Caída son epítomes del principio de la empatía conducido por la profunda sensibilidad que genera nuestra relación con la imagen en movimiento. La espectadora y el espectador –este último quizá lo necesita más– podrán entrar a la piel del personaje mas allá de lo superficial, tocando la naturaleza contradictoria en la mente de una víctima de abuso. La defensa que no pudo ser, las palabras que cuesta levantar, el temblor en la voz al tratar de explicar lo inexplicable, lo inaceptable, lo incognoscible; la laguna mental que se desearía dejar para siempre en el vacío de la memoria, pero se tiene que sacar, una y otra vez, con el afán de brindar luz y justicia a una misma –y a las que sigan–. Esto también evoca la verdad subyacente en las producciones llevadas a cabo por redes de mujeres ¿Cómo diferenciar una película creada por mujeres sobre historias que nos atraviesan? Porque entienden. Y tejen cinematográficamente desde esos lugares. No se necesita imitar el código sino conocer la propia historia y el código se re-significa. Se reinventa el cine.

La Caída demuestra que, gracias al cine, es posible aprender en cabeza ajena o al menos hacer conscientes las distancias que nos separan. Nos recuerda la importancia de alejarnos de la polarización mediática en medio de la desesperanza colectiva. Mejor regresemos al arte. Siempre regresemos al arte.
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