Por: Daniela García Juárez | @danigcjrz
De un idílico paraíso entre los bosques de Cataluña, la pérdida familiar a manos del SIDA y la niñez conmocionada por los golpes de realidad, Verano 1993, más que una autobiografía a punto y seña del evento que cambió la vida de su directora, parece más una conciliación propia de la complejidad de la infancia, construida con reverencia a través del personaje de Frida, en honor al duelo experimentado y los matices integrados en el proceso de pérdida y construcción de la identidad infantil.
Frida, interpretada por la maravillosa Laia Artigas, es una niña de seis años, inteligente y perspicaz. A través de la cámara baja y una selección fotográfica enfocada en su contemplación de los acontecimientos, se le otorga una mirada sumamente digna y respetuosa hacia su capacidad de entendimiento de la información sobre el proceso de pérdida que está experimentando.
A pesar de que los adultos a su alrededor le velan la verdad -también sugerido por encuadres constantemente manchados por objetos estorbando-, Frida comprende más de lo que dice y lo procesa desde sus propios medios. De no ser por una escena en la que se revela, de manera muy discreta y sugerente, la razón de la muerte de sus padres, el resto de la película el/la espectador/a se puede encontrar tan perdido/a como Frida, intentando armar las piezas del rompecabezas que conforman el misterio de su fatídico destino.

Como reemplazo a aquellas piezas informativas que no se otorgan, se nos brinda la posibilidad de coexistir en el mismo tiempo y espacio vital que Frida, mediante una narrativa contada casi totalmente desde su punto de vista, haciendo énfasis en la contemplación de momentos cotidianos que pasan, mientras las horas se hacen largas en un cielo terrenal repleto de verdor y vida silvestre.
La trivialidad de los momentos carentes de acción es contrastada por la fuerte carga emocional que ocasiona su falta de pertenencia, como un grito silente que la protagonista va expresando en forma de múltiples maldades y travesuras. Sus nuevos tíos adoptivos, conturbados por el cambio que representa la llegada de una nueva integrante a la familia, encuentran dificultad en crear un vínculo con Frida, mientras ella hace hasta lo imposible por desquiciarles, mostrando rebeldía una y otra vez.
Frida se encuentra en un limbo maternal, queriendo buscar a su madre recién fallecida mediante figuras espirituales y encuentros paranormales, al mismo tiempo que debe adaptarse a llamar “mamá” a una desconocida mujer y convivir con ella a través de esta mentira tácita. La tía, por su lado, se tambalea entre la personalidad estricta y la preferencia de su hija de sangre sobre la recién llegada. El limbo maternal también recae en ella como un peso invisible, viéndose obligada a entrañar a Frida en un amor maternal que no le es propio, bajo la responsabilidad impuesta de los últimos deseos de su hermana.

El único ancla de Frida es Anna, la hija de sus tíos y nueva hermanastra. Un poco menor que ella, Anna reboza de inocencia y amor incondicional, pues es la única que a pesar de
los juegos alevosos de Frida y de su carácter prepotente, le brinda compañía y refugio. El faro que le permite divisar un poco de luz en medio de la tormenta.
A través del tiempo, las emociones contenidas explotan en distintas manifestaciones, no hay un momento de catarsis en que todo cambia, pero si un punto de inflexión que le permite a una parte de los involucrados soltar la tensión y reemplazarla por amor. A partir de ahí, Frida puede empezar a liberar sus rompecabezas y reemplazarlos por confianza, con la seguridad de saberse bienvenida y cuidada de nuevo, un factor vital dentro de la infancia.

A pesar de ello, el duelo no es lineal y las emociones no son sencillas de entender. Con un brutal desenlace, Carla Simón propone una mirada arriesgada a la figura de la niñez, menos como esta representación unidimensional regida por la ingenuidad y la simpleza, a través de la cual la cultura adultocéntrica justifica los abusos y la anulación de las infancias como seres humanos, y más como una construcción compleja de capas emocionales tan -o hasta más- pronunciadas que las adultas, en la que contextos trascendentales que enmarcan la vida de un niño o niña, como es la familia, tienen efectos psicológicos profundos que se viven y se pueden identificar de maneras muy diversas.
Respetar y venerar la complejidad que distingue a las infancias es hacer una alianza definitiva, no solo con un grupo poblacional subestimado, sino con nuestra propia niñez y procesos psicológicos experimentados en una de las etapas más trascendentales de nuestra vida. Carla Simón no solo hace las paces con su niñez a través de Verano 1993, sino que invita a repensar una mirada hegemónica extendida hasta los rincones más profundos de lo humano.
Película vista como parte del “Cineclub de 5 a 7” transmitido por Twitch los viernes a las 8:00 pm.
Daniela García
Comunicóloga en proceso y muchas otras cosas más que me gusta empezar y a veces terminar. Primero están mis amigos, después el cine y luego todo lo demás.
Deja una respuesta