Esta pieza forma parte del Primer Intercambio de Textos entre colaboradoras de GaF, a manera de celebrar el amor, la amistad y el cine; es también una forma de seguir creando vínculos a través de los gustos e intereses. Esperamos que estas postales sean un abrazo caluroso al corazón de quien las lea y un destello de luz en medio de estos días tempestuosos
De: Gemma Leyva Machiche | @gemmaleyva
Para: Bere Ontiveros
El cine funde a blanco, a negro o a color. La vida funde a los tonos rosáceos de la aurora, a los brillantes amarillos del día y a los matices violetas del ocaso. Cada puesta de sol, es una película que nos hipnotiza. Esos últimos rayos de luz que nos persiguen anuncian el final de la jornada.
Los atardeceres podrían ser solamente un recurso estilístico de transición. El anuncio de la hora del día. Un salto temporal. El embellecimiento de una escena. Sin embargo, cobran sentido cuando acompañan la narrativa de una historia. Así deslumbra la cinematografía de Claire Mathon, que presagia el fin (Mon Roi, 2015; Atlantique, 2019; Portrait de la jeune fille en feu, 2019).
Mon Roi (Maïwenn, 2015) o la alternancia de las relaciones. La directora nos demuestra que no importa la forma en la que se cuente una historia de amor, al igual que un día, todo tiene un inicio y un fin. Un amanecer y un atardecer. Tras sufrir un accidente esquiando, Tony (Emmanuelle Bercot), llega a un centro de rehabilitación. Su psicóloga le hará saber desde el inicio, que toda afección física viene acompañada de una afección psicológica. Así comienza a contarse la historia que vivió con Georgio (Vincent Cassel). Una relación siempre en caída libre, una alusión a su accidente en esquís. Tony encontrará en la reconstrucción de los hechos, una reconstrucción física y emocional.

Mathon reconstruye los altibajos de una relación mediante la luz: desde el primer acercamiento a una persona bajo las coloridas pero embusteras luces de un antro, pasando por la luminosidad esperanzadora de una boda y un nacimiento, atravesando el paisaje nublado y lluvioso del desconocimiento y la ira, y finalmente teniendo al mar y su atardecer como testigos, los primeros pasos hacia la recuperación de Tony.
Atlantique (Mati Diop, 2019) por su parte, es la representación de lo que algún día escribió David Foster Wallace: todas las historias de amor son historias de fantasmas. Ada (Mama Sane) está enamorada de Souleiman (Ibrahima Traore), un trabajador de la construcción, que emprende un viaje por el océano Atlántico con sus compañeros de trabajo, en busca de una oportunidad, ya que no han percibido más de tres meses de salario. Ada es obligada a un matrimonio forzado con Omar (Babacar Sylla), un hombre adinerado que le garantiza una buena vida a ella y su familia. El barco de los hombres desaparece súbitamente y en el pueblo comienzan a desencadenarse una serie de eventos desconcertantes por las noches: los espíritus de los hombres perdidos en el mar han vuelto y cada noche se apoderan de los cuerpos de las mujeres del pueblo en busca de venganza. Exigen a su antiguo empleador la paga y la excavación de sus tumbas. Entre los espíritus, se encuentra Souleiman, quien aún desde el más allá, buscará reunirse con su amada Ada.
La cinematografía de Mathon en Atlantique se enfoca en aquellos fantasmas: quienes se van para nunca volver y quienes se quedan sin encontrarse: el reflejo de los espíritus en los espejos; lo infinito y lo incierto del mar, del desierto y del atardecer; la noche como el escenario perfecto de liberación, como si la luna y las luces neón supieran la verdad. El sol comienza a caer: Sólo podías ser tú. Siempre sentiré el sabor de la sal de tu cuerpo en el sudor del mío, dice Ada. El mar y el atardecer, les unió de nuevo.

Por último Portrait de la jeune fille en feu (Céline Sciamma, 2019), la pintura hecha cine y la valía de nuestra imagen. Héloïse (Adèle Haenel) ha sido prometida a un noble milanés. Su madre (Valeria Golino) intenta convencerla de hacerse un retrato para su boda, acción a la cual Héloïse se rehúsa por la negación a un matrimonio forzado. Así llega a su vida Marianne (Noémie Merlant), una pintora contratada por su madre que funge como dama de compañía, y que en realidad la observa y memoriza sus facciones para poder hacer un retrato sin que ella se entere. Observar y ser observada. La cámara de Mathon es un pincel en sí: poco a poco vamos reconociendo los rasgos de Héloïse. Primero el torso sin rostro pintado por alguien más. Posteriormente su nuca, su cara, sus ojos, su boca. Conforme la relación entre Héloïse y Marianne avanza, se van desenvolviendo física y emocionalmente. Hasta que por decisión propia, Héloïse permite ser retratada por Marianne.
Mathon genera un diálogo entre estas tres historias sobre la pérdida de la autonomía, los dolores silenciados, los fantasmas que nos persiguen y los amores que nos acompañan. Mujeres callando el dolor. Mujeres gritando por libertad. Mujeres sobreviviendo el día a día. Porque finalmente lo reconfortante de cada amanecer, es saber que un nuevo atardecer vendrá. También lo hará un nuevo filme. También lo hará un nuevo amor. Con la esperanza que sea aún más bello que el anterior.


Gemma Leyva
Arquitecta apasionada. Amante de la estética y la escritura. Curiosa por las diversas formas de expresión artística. Escribo de cine hace poco y espero que dure mucho.
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