Por: Alejandra Piña |@aletspi
“En un salón de baile puedes ser lo que quieras. Realmente no eres un ejecutivo, una mujer o un rico; pero pareces un ejecutivo, una mujer o un rico. Y, por lo tanto, le estás mostrando al mundo heterosexual que puedes serlo. Si tuviera la oportunidad, podría ser uno”, apuntaba Dorian Corey a la cámara dirigida por la directora Jennie Livingston.
Punto y seguido… la pantalla se colma de narrativas que nos acercan a los sueños personales, obstáculos, así como a las luchas internas de la comunidad LGBT, aquella que se vio inmiscuida en intervalos de discriminación racial en el Harlem neoyorkino de los años 80.
A través de close-ups, Livingston retrata a detalle lo que las integrantes de cada “Casa”, protegidas por sus respectivas Madres, son en esencia: más que medias que recorren lo largo de las piernas que les procura cada movimiento / más que un make-up poco convencional / más que sombra y vogue / pero sí toda una colectividad que se abrazaba a sí misma para ser y despegar.
Jennie también recurre a secuencias en primer plano, todos ellos con una duración similar, para recopilar los encuadres y las palabras de mayor relevancia. Le siguen las cámaras en movimiento que acompañan cada paso en la pista de baile, lo que le otorga un mayor significado a cada categoría y sintoniza con las galas expresivas que configuran en su centro del universo: el salón.
Es así como el filme llega a obtener una profundidad de campo que no solo es exquisita cinematográficamente, sino que se apropia de un lenguaje idóneo en el que los hogares Pendavis, Extravaganza y LaBeija, mantienen duelos por mantener a sus familias sustitutas unidas y predominar dentro de su realidad, pero sin corromper el lazo que les une, aún dentro de esa lucha por pertenecer a la sociedad.
De esta manera, y ante la importancia de redundar el protagonismo de cada ser, Livingston sede la voz y se aísla para persuadir al espectador de toda relevancia porque lo sabe: complejos, estándares de belleza, clase, enfermedades, violencia de género y racismo, no son quizá los elementos que necesitan entonar cada vocablo, sino quienes los llevan sobre los hombros cada día.
Paris Is Burning se deslinda de toda superficialidad y muestra la naturaleza de aquel épico salón de baile, de las vidas que aloja y de una escena que actualmente vuelve a brotar de entre las cenizas que alguna vez dejó, componentes que son documentados en su totalidad cual exhibición artística y simbolista.
Todo ello es la antesala de POSE, otra de las singulares obras de Jennie Livingston y que, justo, retrata acondicionadomente todo lo que cobijó durante el rodaje en Harlem. ¿La diferencia? Además de las desarrolladas historias en la serie, se hace de una banda sonora distintiva en ambas: en la primera, dispone de una musicalización de época que suena a lo más orgánico de su ambiente y que se presta perfectamente para retratar cada pieza de su léxico; en la segunda; se muestra mucho más excepcional y elaborada, pero, aunque cada canción está seleccionada con sutileza y cuidado, la sonoridad de Paris Is Burning no deja de ser toda la verdad que conlleva al objetivo del documental.
Así, Livingston logra que nos olvidemos del género y de todo prejuicio, humaniza aún más lo ya humano y denota que el diálogo está de sobra porque, entonces, a quienes miramos ya son lo que aspiraron: ellas y ellos mismos.
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