Por: Mariana Dianela Torres |@dianelatv
Una voz en off de una niña dice: “Igual que mi papá estoy buscando el lago de Texcoco”. Con este eco en mente, Fabiana emprende la búsqueda de un lago. La gente le habla de este sitio y ella solo quiere verlo. Juegos mentales, una bici y un rifle. Historias de lugares, perritos callejeros, un papá disfrazado y una hija acalorada. Se escuchan susurros y se escuchan voces.
Se escuchan aullidos (México, 2020) es el octavo largometraje de Julio Hernández Cordón, forma parte de la selección Ahora México del Festival Internacional de Cine UNAM (FICUNAM 10). Película que a manera de relato autorreferencial, con motivos lúdicos y experimentales evoca recuerdos de Nezahualcóyotl y anhelos por la naturaleza.
Con tono inocente, los personajes se presentan como un cuento maravilloso donde la protagonista es llamada a la aventura. Entre el juego audiovisual y un breve homenaje a la secuencia de sacerdotes morbosos en un carrusel de La fórmula secreta (Rubén Gámez, 1965), Fabiana parece no saber si los recuerdos de su padre son reales o no. Ella es una niña rebelde vestida con una playera de Sor Juana que lo único que quiere es jugar y recorrer Texcoco en su bici morada. Aunque todo el mundo le dice qué hacer, ella prefiere seguir su camino sin importar los obstáculos.
A pesar del bajo presupuesto, la cinta sobresale por su juego creativo. La intención del realizador es profundizar sobre la paternidad. Al inicio, se ve un video grabado con un celular donde el director invita a su hija a ser la protagonista. Posteriormente, se le ve vestido de negro y con un paliacate en la cara. En pantalla, se observa con desfachatez cómo susurra los diálogos que su hija debe decir. De este modo los pensamientos y recuerdos de él se materializan en la voz y acciones de ella.
Para Hernández Cordón, el cine no tiene límites materiales. Hacer una película no debería depender de apoyos, cantidades enormes en términos de producción, una cámara monumental, ni un guion estructurado convencionalmente. En este sentido, su último largometraje nace como un acto de rebeldía; una necesidad de crear con amigos y familiares una idea con la cámara en la mano. Lo cual se percibe en la cinta, donde el realizador le da prioridad a su instinto cinematográfico.
La película expone con sinceridad el sentido de libertad creativa, sin querer engañar ni ocultar el reducido presupuesto. El pequeño viaje incluye anécdotas de su infancia, recorridos por paisajes que poco a poco se destruyen; desde otro ángulo, se muestra el registro de testimonios y entrevistas de gente de Texcoco, a manera de Verano de Goliat (Nicolás Pereda, 2010).
Entre el realismo y la distopía, la forma de la cinta va de lo convencional a la experimentación. Por un lado, la cámara sigue en travelling (como montada en una bicicleta) las aventuras desde el punto de vista de una niña que le gusta andar en bici y lo único que quiere es divertirse para poder encontrar el lago del cual tanto le habló tanto su padre. El montaje se interrumpe con secuencias introspectivas y recurre a elementos no-ficcionales, como los diálogos con personas de la zona que narran sus recuerdos al respecto del lugar.
Las locaciones son principalmente en la Universidad Autónoma de Chapingo y alrededores. No solo se pone en evidencia la importancia de mirar a estos espacios poco comunes en las pantallas de cine; sino que también hace pensar sobre la destrucción y la sequía como un problema actual de la zona y cómo afecta a sus pobladores. Más allá del documento o de la ficción, el largometraje sigue su trayectoria con una extrañeza y emociones familiares que remiten a otras cintas del director como Cómprame un revólver (2019), lo cual da la sensación de un interludio creativo.
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