Maricela Guerrero: entre mitos, abuelas y poesía

Por: Liz Mendoza @tangerineliz

A mí me gusta platicar de las abuelas. Me gusta hablar de las mías y que me cuenten de las suyas. Son seres increíbles, definitivamente. Vivieron su vida en otras circunstancias, como sacadas de otro mundo que ya no es el nuestro.

Una vez, hace algunos meses, fui al centro de la ciudad porque quería ir a un festival de poesía, era domingo, mediodía.

Llegué y ya estaba la atmósfera poeta flotando entre nosotros los mortales. Compré un par de libros, hojeé otros, después me senté y escuché a los poetas leer sus poemas de viva voz.

Es algo que al contrario de relajarme, me mueve, me eriza la piel y pone mi mente en movimiento constante, en un eterno caracol de pensamientos.

Empezó a oscurecer y las poetas tomaron el micrófono. Comenzó Maricela Guerrero y habló de su abuela Carmen en un poema que lleva su nombre. Sin duda me explotó la cabeza. Fue como escuchar hablar de mi abuela, reconocerme en ella, en sus hábitos, en sus prejuicios y en la belleza que todo lo suyo siempre me recuerda.

Preparar chayotes es un acto recurrente que irremediablemente

me recuerda a mi abuela:

Carmen:

la que lloró de rabia y lo aborreció todo el día

en que la muerte se sentó en la orilla de su cama;

la de los aires de grandeza y familia aristocrática

la de liposucción y estiramiento y dentadura nueva

27 años, ha.

Después, un día leí en Twitter -que es la única red que realmente me gusta y sigo todos los días aunque sea para viejitos, según los insights que son como el credo de los analistas- un hilo de una compañera de trabajo. Hablaba de sus abuelas, de sus historias, que vinieron de lejos y se asentaron en la frontera, que no tenían mucho, decían, aunque no se dieran cuenta que su historia en sí misma, ya era un montón.  Y me emocioné, y dije: «qué increíble que todos escribiéramos la historia de nuestras abuelas, el mundo sería mejor, más emocionante, tendríamos respuestas a cosas que hoy no logramos comprender, o tal vez nos haríamos más preguntas, no se sabe. O sí, pero no lo vemos».

Cuando tuve que despedirme de mi propia abuela, me di cuenta de la cantidad enorme de mitos que fuimos creando a su alrededor, que la hicimos inmortal de cierta forma, por eso nos ha costado tanto soltarla. Por eso le lloramos mucho y aventamos un puño de tierra con la esperanza de que se cerraran las heridas.

Y en la cabeza, seguía Maricela, que ahora forma parte de mis favoritas.

La que cultivó canarios a la muerte del abuelo y dejó de bailar.

Preparar, chayotes, parirlos.

La de los últimos días de costumbres japonesas, la abuela de kimono, faroles, cajitas rojas, porcelanas y zapatillas de dormir muy breves:

Carmen.

La mía se llamaba Imelda, pero todos le decían Mello; a nosotros, sus nietos, nunca nos dejó decirle abuela. Mi papá le decía Jefa y ella se ponía seria.

Mi abuela cultivó flores cuando se fue el abuelo, pero seguía hablando con él en sueños, y de él todos los días.

Mi abuela tenía una obsesión por comprar muebles nuevos para después dejarlos envueltos en plástico.

Mi abuela hablaba con Dios sin necesidad de intermediarios y nos hacía comer gelatinas a toda hora.

La abuela que nos hace un montón de falta.

Si quieren conocer el trabajo de Maricela Guerrero, pueden empezar a stalkerla en su cuenta de Twitter @papelcontante.

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