Por: Ofelia Ladrón de Guevara | @ofelia.latro
[Antes de empezar a escribir este texto, leí en mi libreta un párrafo que copié de la novela Enero, de Sara Gallardo, en el que la mirada de la protagonista, a causa de la tristeza, se modifica. “Los ojos se han vuelto pesados como el alma, y si le preguntaran qué ve diría mi mano, el tenedor, la rienda, el plato y nada más. Pero a decir verdad ni esto ve. Ni siquiera esto”. Se trata de una tristeza que sepulta a la imaginación y que estanca a la mirada y ya no le permite ver más allá.]
Nuestro interior es un territorio infinito; hecho de sensaciones que surgen, se desvanecen, reaparecen o se aniquilan entre sí. ¿Es intimidad, libertad o soledad lo que conlleva esa subjetividad nuestra? Es difícil decirlo. Lo que sí es que ese adentro se rige por normas propias. En este territorio, lo que llamamos dolor, tristeza, enojo o alegría expande el relieve llano al que las palabras lo han limitado, mostrando que el lenguaje de lo que sentimos está hecho de sensaciones que se propagan como una potente ráfaga de viento. Tan alejado de la gramática, de su palpable cerca, el territorio interior se despliega excavando profundidades o alcanzando alturas que nada saben de límites o fronteras. Nuestro interior es infinito, inasible y casi inexpresable si no fuera por el silencio y las entrelíneas que a veces logran aparecer para, a través del lenguaje, nombrarlo.

En Los reyes del mundo este territorio interior se despliega mediante el viaje que cinco amigos —Culebro, Nano, Winny, Sere y Rá— emprenden para recuperar el terreno que uno de ellos heredó. Un desplazamiento físico que es también interior, pues el enojo, el afecto y la incertidumbre se mezclan y encuentran una fuga en la imaginación.
Al salir de Medellín, el paisaje envuelve a los protagonistas. Lo que ellos sienten, entre más lejos de la ciudad se encuentran, se hace más evidente. De pronto, la neblina se transforma en el lienzo en blanco sobre el que los protagonistas imaginan un mundo. En voz en off, se escucha la descripción del mundo perfecto que cada uno tiene, en el cual les gustaría vivir. Demostrando con ello que la imaginación es la fuerza que los impulsa durante su viaje. Gracias a ella, el territorio interior se despliega liviano, capaz de mirar en las cosas, a diferencia de la protagonista de Enero, otra dimensión, un algo que está siempre más allá, pues carece de fronteras.
El terreno heredado y las dificultades que se les presentan en su camino a los cinco amigos en el intento por recuperarlo crean dos opuestos. Por un lado, un territorio dividido entre quienes tiene más y quienes no tienen nada, alimentado en la imposibilidad de muchos por tener un lugar donde vivir, aunque sea un pedazo de tierra, de mundo, sobre el cual dibujar un rectángulo hecho de la certeza de que es posible ser, estar vivo. Y, por el otro, un territorio que se expande sin límites, que nada sabe de estas divisiones: la imaginación.

[En su Diario del dolor, María Luisa Puga describe cómo vivió la artritis reumatoide inflamatoria que padecía. Los breves fragmentos que componen el libro hacen visible el ralo lenguaje del dolor, en donde el único testigo de su fuerza y naturaleza es el cuerpo. Me atrevo a pensar que algo parecido ocurre con todo lo que experimentamos dentro de nosotros. Sin embargo, hay emociones que superan a otras en su potencia y, por tanto, se hacen inevitables y se transforman en impulso, en actos.]

“Nosotros declaramos que, a partir de este momento, todos los hombres seremos iguales. A partir de ahora, nadie tendrá más que nadie. Nadie será más que nadie. Todos correrán libres y salvajes”, dicen los amigos rodeados por las llamas que han encendido a consecuencia de su enojo que, al aumentar su potencia, se hace inevitable. Posteriormente, Sere se baña con gasolina y camina hacia el fuego. Y ahí enfrente, rayano al límite que han impuesto las llamas: su rostro —húmedo y firme—, su brazo que se alza en puño y que sin palabras parece gritar: “Estoy aquí, infinitamente vivo”. Este fuego es la materialización, el reflejo o la expansión del mundo interior de los personajes, en donde el enojo y el odio logran su cauce y se convierten en fuerzas creadoras que los llevan a imaginar la posibilidad de una realidad distinta. “Qué fuerte soy porque odio, qué fuerte soy por tu odio”, Rá, Sere y Winny dicen también frente a las llamas, frente y en contra a las estructuras de un mundo que los vulnera, en donde se es culpable por el sólo hecho de ser pobre y estar vivo. Con este fuego, los amigos parecen casi sentenciar la aparición de un mundo nuevo. Es un manifiesto hecho de cuerpo, de lo único que se tiene que es la vida; es un grito que va del pasado al presente y hacia el futuro. Su voz y resistencia es estar vivos en un mundo en donde lo material está por encima de la vida misma.
[Cada semana me reúno con una amiga para platicar sobre la novela Ancestor Stones, de Aminatta Forna, en la que, a través de las voces femeninas de su familia, la narradora reconstruye la manera en la que las mujeres viven y vivieron la violencia, en especial, la guerra. Ambas, vistas como algo ajeno, como una herencia masculina.]

Negar el odio o el enojo es también negar la posibilidad de construir un mundo a través de las heridas propias, de reconocer la violencia que llega como obligación o herencia y que, aunque ajena, termina por hacerse propia. En Los reyes del mundo al enojo y al odio se les asume como dos fuerzas creadoras, se les reivindica. Porque detrás de ellos hay más; está la imaginación que como dos corchetes —[ ]— permite la aparición de un espacio en blanco que puede ser llenado sin restricciones, con ires y venires, con sensaciones que más que de palabras están hechas del cuerpo que respira, que está vivo y, por tanto, se empeña en seguir estándolo. Un territorio interno que se expande, que permite a las heridas hablar, mostrarse en ese lenguaje ralo, íntimo que transforma el dolor en una fuerza creadora. Y entonces la mirada se expande, y el fuego arde, y frente a las llamas, en el límite, un cuerpo vivo, infinitamente vivo que alza el puño frente al mundo. En los intersticios de la imaginación [nadie será más que nadie].

Ofelia Ladrón de Guevara
Escribo crítica de cine y narrativa.