En la entrega del Oscar en 1977, la cinta italiana Seven Beauties llegó con cuatro nominaciones, incluyendo la terna de mejor dirección. La directora Lina Wertmüller es la primera mujer, y la única de habla no inglesa, en aparecer en dicha categoría.
Por: Amira Ortiz | @unazuara
Alguna vez, cada tanto, nos cruzamos con una película indescriptible. Nos desafía su naturaleza experimental, su complejidad temática o, como en este caso, lo polémico de su tratamiento e imágenes. En Seven Beauties (1975), la cinta más reconocida en la carrera de la italiana Lina Wertmüller, el protagonista es un hombre vil que en su camino a la decadencia termina en un campo de concentración. Drama, comedia y explotación se entretejen para contar la historia de Pascualino (Giancarlo Giannini), en una escalada de horrores que bajo el lente de Wertmüller pinta única.

Los escenarios fluorescentes, la actuación desbordada y una cámara que se regocija en lo grotesco nos instalan en el tono fársico. La construcción cinematográfica del mundo Pasqualino Settebellezze apuesta por una exploración en el exceso y lo absurdo. Aunque es factible categorizar a Wertmüller como una artista del artificio, esto no le resta potencia a su tratamiento de lo humano (y lo inhumano). Más bien, esta aproximación es la que hace a su trabajo tan fascinante. Lo de esta directora italiana es ponernos de cara a lo repulsivo, para que en el punto límite nos preguntemos cómo y por qué permitimos que esto sucediera.
En Pascualino Siete Bellezas, en apariencia, el tacto y la mesura no son estándar. Pero este humor cínico que alimenta a la tragedia, habla de una cineasta en completo control de su discurso. Mencionar al concepto de verosimilitud en esta película (que navega comedia y drama en sus mayores registros) podría parecer descabellado, pero la precisión de Wertmüller -narrativa y técnica- crea una coherencia, para otros impensable, en sus imágenes. El ritmo dinámico y provocador de la cinta también corresponde al trabajo del editor Franco Fraticelli, fiel colaborador de Dario Argento.
Si en la actividad artística y crítica de nuestros tiempos existe cierto énfasis en una aproximación directa (en tono y protagonismo), en su mayoría didáctica, a situaciones que tocan pasajes dolorosos de la actualidad e historia, esta película sale de todo esquema. Una visión reduccionista podría inferir que el cine de Wertmüller no tiene cabida en las nuevas generaciones. Pero justamente su naturaleza “problemática” es la que resuena con situaciones de este mundo convulso. Seven Beauties navega terreno intrincado porque a la cineasta no le interesa lo convencional. Y es que la realidad política de lo público y lo privado tampoco lo es.
Es una decisión mayor que esta cinta profundamente política, también escrita por la cineasta, narra desde el punto de vista de un hombre “apolítico”. Es el entendido de que los pequeños Pascualinos alimentan al monstruo. Esos a los que les falta lo que tanto profesan defender: el honor. La caricatura de Giancarlo Giannini se difumina cuando Wertmüller lo castiga, poniéndolo en el centro de la crueldad de un mundo que contribuyó a construir. Una de las escenas más desoladoras de las exposiciones de la Segunda Guerra Mundial en el cine aguardan en el clímax de esta cinta. Es una sentencia al perpetrador, a las víctimas y a lo humano.

La belleza no tiene lugar en el mundo de Pascualino. Para la Italia que alimentó el exterminio, el juicio de la directora es brutal. Si nunca fue optimista, esta Wertmüller esradical y fatalista. El mundo saturado y desbordado de Seven Beauties, magistralmente levantado por el diseñador de producción Enrico Job -colaborador y esposo de toda la vida de la cineasta-, no es más cruel que la realidad nuestra. El sentimiento pesimista que reina en la filmografía de la italiana alcanza su mayor punto en esta “comedia asquerosa”, retrato de la “inmunda farsa llamada vida”.


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