Por: Montse Cuevas |@montse_cuevass
En estos tiempos de incertidumbre, anhelamos tranquilizar nuestras mentes y reconfortar nuestro espíritu. Después de enfrascarnos en búsquedas de estadísticas, precauciones y noticias, solo buscamos sentirnos bien. Entonces Netflix nos propone Feel Good. Si bien es una serie breve de comedia, también viste sus sentimientos a flor de piel y, en lo personal, me dejó una sensación más dulce que amarga.
En un inicio, confieso que dudé que Feel Good pudiera hacer honor a su título. Venía de presenciar la audaz genialidad de Abby McEnany en Work in Progress y de revivir por quinta ocasión la incisiva irreverencia de Phoebe Waller-Bridge en Fleabag y, al parecer, esta nueva serie británica prometía un maridaje de ambas con un tono mucho más apacible, por lo que no pude evitar cuestionar si, al fin y al cabo, esa sería una meta demasiado ambiciosa.
Luego vi los primeros dos capítulos y… por fortuna, comprobé lo contrario. Esta humilde joya me atrapó de principio a fin, y me dejó claro que, tal como su protagonista, no encaja en ningún molde.
Feel Good cuenta la historia de Mae, una adicta en proceso de rehabilitación y comediante “standupera” que intenta controlar sus impulsos adictivos y el romanticismo intenso que permea todas las facetas de su vida. Es un relato tremendamente personal con un humor encantador arraigado en su creadora y protagonista, la comediante Mae Martin, quien interpreta una versión dramatizada de sí misma sin siquiera cambiar de nombre ni monólogo de stand-up. Desde el minuto uno, la presencia de Martin dota a la serie de una realidad palpable que raya en lo meta, aunque los personajes que la acompañan nos suspenden en un mundo conscientemente ficticio. Entre ellos, destaca George (Charlotte Ritchie) quien resulta refrescante como contraste y complemento de Mae, ganándose a pulso un rol coprotagónico. En ella, se explora un perfil de carácter que, en otras narrativas no escapa de lo bidimensional y arquetípico: una chica al borde de los 30 años que, en términos de sexualidad e identidad, está prácticamente en pañales; un alma en busca de aceptación interna y externa, que tiende a aislarse y a herir a sus contados allegados en un débil intento por protegerse.
Más allá de George, el desfile restante de personajes secundarios enriquece este universo con capas de personalidades matizadas. De inmediato, se hacen presentes Lisa Kudrow como Linda, la madre de Mae, y Sophie Thompson como Maggie, su mentora de rehabilitación. Ambos personajes agregan dimensión a la protagonista sin privarse de conflictos propios y genuinas vidas internas, además de deleitar a la audiencia con sus impecables dotes de comedia.
El más grande pecado de este proyecto es quizá su mayor atractivo: la especificidad. Al igual que sus series madrinas antes mencionadas, no pretende apelar a las masas, más bien busca llenar un vacío de representación LGBTQ+ que, si bien no llega a los extremos viscerales y brutalmente honestos de otras propuestas, es sin duda una bocanada de aire fresco en una plétora de fórmulas ya gastadas. Dicho esto, uno de los aspectos más valiosos del guión es que no se jacta de esto, no tiene pretensiones de grandeza, solo se atiene a contar una verdad particular que, en su singularidad, tiene el potencial de resonar con un sinfín de individuos. Del mismo modo, tiene muy presente el entorno en el que se desarrolla: el de la clase adinerada británica. Hace caso de esta perspectiva privilegiada sin compadecer ni condenar a sus personajes.
En sus momentos más ligeros, la serie puede ser un auténtico encanto que te deja embelesado. En sus momentos más profundos, puede tocar fibras sensibles y remover sentimientos inexplorados. Al cabo de su primera temporada, de tan solo seis episodios, Mae Martin y su cocreador, Joe Hampson, se las ingenian para contar una historia entrañable, sobrada de emociones humanas y destellos generosos de comedia, con un elenco idóneo, una estética bastante agradable y una realización más que adecuada.
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