Por: Paulina Abril Vázquez| @vzquez_pau
Algunos filmes se vuelven especialmente entrañables y se quedan estampados en la pared de nuestra memoria para siempre. Puede ser quizá que los atesoremos debido al contexto en que los vimos, la fecha, la hora y el lugar indicados crean esta sensación de plenitud que nos permite entregarnos extra corporalmente a lo que vemos en pantalla.
Me parece que la vaporosa humedad que forma las nubes es capturada, manejada y registrada de una manera afortunada y magistral por parte de Álvaro Rodríguez, director de fotografía que nos regala 74 minutos de las más sublimes y francas atmósferas en las que se desarrolla esta historia.
Procuro siempre escribir acerca de las sensaciones que suscitan durante la visualización de cualquier material audiovisual ya que es a través de ellas que uno logra conectarse con lo que ve, y lo relaciona con aquellos aspectos que forman la propia identidad. Esta película dirigida por Ana V. Bojórquez y Lucía Carreras, nos toma gentilmente de nuestros asientos y nos llevan flotando hasta las montañas del altiplano de Guatemala, para hacernos mudos espectadores de la infancia de Rocío, una niña maya mam que pasa los días recorriendo la sierra entre la espesa niebla que desaparece los caminos por los que transita con sus borregas.
No hay palabras para agradecer el privilegio que nos brinda este filme que retrata de una forma tan auténtica la vida de tres mujeres emparentadas en tres distintas etapas de su vida, que por lo general se consideran las más importantes. Y es así que en La casa más grande del mundo (Guatemala -México, 2015), una pequeña niña, una mujer parturienta y una anciana, son una hija, una madre y una abuela, apunto de recibir a un bebé que tiene prisa por nacer.
Uno puede respirar el aroma de las hierbas hervidas, la lana mojada y sentir el agua fría con que lavan la loza. La leña crepita al ritmo de los grillos y cigarras que no descansan la noche. Está película es un poema con palabras que versan la ingenuidad con los paisajes. Es un ejercicio fílmico lleno de guiños tiernos, que tal vez a muchos que jugamos en el campo nos devuelven al pasado en que la angustia nos sabía más amarga, mientras más corta era nuestra edad.
La pequeña Rocío (Gloria López) entonces encantada de ser la responsable de arrear el rebaño, se encuentra con su amiga Ixchumilá (María López) y como es casi inevitable cuando hay dos niñas solas, se pusieron a jugar… durante su recreo y paseando entre los cerros se pierde un becerro y pronto el resto del rebaño. La aflicción que siente Rocío la lleva a una travesía para recuperar lo perdido y vamos con ella de la mano paso a paso mordiéndonos las uñas no sólo por el rebaño, sino por todas las cosas que podrían sucederle a ella mientras lo recupera.
El tiempo vuelve a sentirse como en nuestros primeros años, recordamos como era sentir miedo, la primera vez que nos sentimos culpables y también la sensación de alivio que traen las nubes y el viento que alborota los cabellos. Rocío explora y esa experiencia define muchos aspectos de su ser, tal vez para siempre.
Paulina Abril Vázquez
Artista visual, cinéfila y poeta especializada en estudios de género y feminismos.
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