Por: Daniela García Juárez | @danigcjrz
Una cascada de destellos coloridos, música disco y cuerpos moviéndose en un ejercicio de encuentro personal y a la vez colectivo; libertad hallada en la expresión ante otros, pero contenida en el propio goce y determinación del movimiento. Estas imágenes capturan la experiencia visual y auditiva en los primeros momentos de Tengo que morir todas las noches, la nueva serie de Prime Video que ficcionaliza la historia real de “El 9”, uno de los bares más importantes para la comunidad LGBT en los años 80 en la Ciudad de México.

A tan solo unos segundos de abrir, esta primera visualidad estridente, suave y placentera se ve irrumpida agresivamente dentro de la trama por una redada policial dentro del bar, que intercambia las imágenes iniciales que apuntan a la libertad y la creatividad, por imágenes que esbozan algo más cercano a la opresión y la injusticia social. Lx espectadorx se ve sacudido en cuestión de minutos, trasladado de una posición de poder a otra de sumisión, al comenzar observando un imaginario no sólo seguro, sino también empoderante para la representación de lo queer, para moverse a la observación impotente de una violencia mucho más que inmediata y específica: histórica y colectiva, una mancha de sangre en el cuerpo físico y psíquico de las personas que nos identificamos dentro de la disidencia sexual en México.

En congruencia con la hostil apertura, el título de la serie, homónimo del libro en el cual se inspira, podría aludir a un sacrificio, a una vida en la que el castigo, la dificultad y el rompimiento interior se reiteran en lo cotidiano, y se asumen como un deber o un destino. Esta idea se despliega en la serie conforme se desarrollan historias diversas, representativas de facetas distintas de la comunidad queer de los 80s, acotada al territorio de la Ciudad de México, entonces Distrito Federal.

Un estudiante foráneo, recién asumido gay, descubre las posibilidades ofertadas por la vida capitalina y su amplia presencia de diversidad, así como los actos de discriminación y complicaciones que corresponden a tal visibilidad; una pareja de lesbianas, cantante en sus inicios y manager veterana, esconden su amor ante el mundo del espectáculo; una mujer trans que aspira a una poco explorada operación de reasignación de sexo; una pareja de hombres empresarios que permanecen juntos gracias a la fachada de un matrimonio heterosexual; y una emergente epidemia de VIH que amenaza la vida de cientos de jóvenes, quienes practican sexo inseguro debido a la falta de educación y cuidado social.
La trama que corresponde a cada uno de estos personajes es, a momentos, una celebración de su individualidad y una mirada a sus valores y cualidades más allá de su identidad u orientación sexual. Por ejemplo, el joven cuya entrada al mundo nocturno gay se convierte en el motor creativo de su trabajo periodístico, o los jóvenes que, como respuesta a la muerte incierta y acechante, tejen redes de cuidado para personas seropositivas sin apoyo familiar. Valores como la amistad, la construcción de comunidades y la congruencia emotiva destacan en la forma que adquiere la representatividad de lo disidente.

Sin embargo, en otros momentos, quizás más frecuentes o llamativos, los personajes se convierten en detonantes para la explosividad dramática, casi siempre acompañada de violencia física o psicológica, consecuencias de una discriminación multicausal y sistematizada. En ocasiones, de forma engañosa, se presentan aparentes ataques o muertes que terminan resolviéndose milagrosamente, apuntando más a una búsqueda de retención de audiencia que a un intento genuino por incorporar momentos representativos de violencia homofóbica. Y aunque un esfuerzo por reconstruir y escribir la historia LGBT+ siempre va a incluir una amplia faceta violenta, la construcción de lo representado puede hacer la diferencia entre un melodrama de explotación emocional, o un recorrido matizado y complejo de la vivencia disidente.

La experiencia visual y auditiva de la serie pareciera tener, lógicamente, gran inspiración de Paris is Burning! (Jennie Livingston, 1990), documental sobre la era dorada de los ballroom estadounidenses: casas de expresión dancística y artística para la cultura drag y la comunidad LGBT+ en general. Las secuencias dedicadas al voguing dentro del “9”, extractos muy específicos de la historia del baile queer, parecen un homenaje directo a la película. Pero a diferencia de la serie, el documental visibiliza las facetas cruentas de la disidencia sexual de forma digna, cubriéndolas con una mirada interseccional y compleja que incluye enfoques hacia aspectos como raza, clase y territorio en el entendimiento de la desigualdad.

La vivencia alegre y la vivencia dolorosa coexisten en una representación balanceada, que no abusa del dolor como un factor de retención espectatorial o clickbait. Los cuerpos no son maltratados o expuestos al antojo de una representatividad deseada desde el morbo, sino que acogen la combinación de matices y los exponen como una advertencia compasiva, una celebración que sin embargo, lamenta. No un golpe continuo que sólo a momentos baila de alegría, como sucede en Tengo que morir todas las noches.
Como lesbiana, no puedo evitar sentirme alegre ante la posibilidad de que una visualidad LGBT+ alcance otros espacios y dimensiones, especialmente aquellos que han sido negados o limitados anteriormente, como las plataformas de streaming mainstream o las salas de cine. Sin embargo, también cabe preguntarse si es suficiente hacer historias sobre lo queer sin hacerlas desde lo queer. Es decir, preguntarnos sobre la necesidad de una disidencia cinematográfica que escape no solo el relato, sino también a las formas, estructuras y modelos de producción hegemónicos, imaginando otras representaciones más afines a nuestras formas de vivir y sanar en un mundo que ya es muy violento en muchas de sus facetas.
No deberíamos tener que experimentar esa violencia también en los momentos de ocio, donde buscamos gozarnos y vivirnos con placer, cuidado y esperanza en el futuro. Recordar el pasado que posibilitó ese futuro no tiene por qué ser una herida abierta para fines de entretenimiento y contrastes narrativos que vendan. Apostemos por imaginar otros cines, visualidades que sanen a la colectividad sin privarnos de mirar lo incómodo, pero invitándonos a sostenerlo con una dulzura que también sea política, lejos de la mercantilización del dolor. Experimentar con las imágenes en movimiento, y experimentar en general es también un acto queer.









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