Por: Irene Adad | @ireneadb
La luz del día se cuela poco a poco entre las hojas de los árboles, sube el sol y su luz llega a las ventas de las casas; así, los rayos del sol despiertan a Valentina y a sus cuatro hermanas, los cinco personajes que seguiremos en Las niñas de los duraznos, ópera prima de Deniss Barreto, que se exhibió este año en el Festival Internacional de Cine de Guanajuato (GIFF).

Ver esta película te convierte en parte del entorno en el que crece Valentina, una niña de diez años, junto con sus tres hermanas mayores y una aún menor. Con pocos diálogos, sobre todo al inicio, logramos entender la cotidianeidad de los personajes. Convivimos con su casa: un hogar de dos pisos con iconografía religiosa en las paredes y con un jardín donde los árboles rodean la alberca donde las chicas pasan sus fines de semana. Convivimos con su escuela: un lugar que exige uniforme, donde también asisten niños y chicos, y en el que Valentina, pacientemente, espera a que sus hermanas terminen sus clases tocando el teclado en el salón de música. Pero sobre todo, convivimos de maneras muy sutiles con la dinámica familiar que acontece.

Desde el principio del filme sabemos que alguien de la familia –probablemente Alejandro, el papá– es doctor con alguna especialidad en ginecología o pediatría, pues mientras Valentina observa un libro de arte con obras como El nacimiento de Venus de Botticelli, frente a ella hay figuras que muestran la formación y el crecimiento de un bebé durante el embarazo. También presenciamos la primera comunión de Valentina donde, al momento de recibir la oblea, el sacerdote le pide a otra de las niñas que se cubra el pecho; sin embargo, no hay nada revelador en el vestido ni en la niña, pero nos transmite el ambiente en el que se mueven Valentina y sus hermanas. O, adicionalmente, escuchamos que Alejandro le pide a Esther, la madre de las niñas, que hable con las mayores –quienes han de tener entre 15 y 17 años– para que se concentren en la escuela y no estén pensando en chicos, pues “son unas niñas todavía”.

Así, vamos conociendo cómo Valentina crece en una ambiente religioso donde las creencias y valores están inculcados desde la infancia y, a la par, cómo ella está en contacto con vivencias de otros momentos de vida gracias a sus hermanas.
La transición –los espacios liminales donde no estás ni allá, ni acá– es un tema central del largometraje de Barreto. La protagonista se enfrenta constantemente a que ella tiene diez años pero que no en mucho tiempo empezará a experimentar los cambios que sus hermanas están atravesando. Valentina se encuentra en una transición entre la niñez y la pubertad. Ella observa el porvenir y, en silencio, va formando su mirada del mundo. En clase, mientras les explican a las niñas qué es la menstruación, de manera poco informada, Valentina ve a su hermana con un chico en los árboles. Los observa. Por las noches, desde las escaleras, escucha a sus papás discutir; o, con cautela, mira a sus compañeros de la escuela.

En ocasiones sus hermanas no quieren compartir con Valentina lo que están tramando. A pesar de ello, y gracias a que comparten recámara, en las noches las cinco hermanas encuentran un espacio en común, un espacio donde pueden platicar o incluso chismear sobre sus tíos y tías. Esto da la sensación de cercanía entre ellas aunque nuevamente nos encontramos con el contraste entre la niñez y la adolescencia cuando la protagonista ve, desde la ventana, a una de sus hermanas, Isabel, tener relaciones sexuales en el jardín de su casa durante una fiesta en su casa. Valentina observa, reza el Padre Nuestro e intenta dormir sin poder conciliar el sueño.
A partir de esa noches, Valentina desarrolla una especie de resentimiento –o quizás un juicio moral– hacia Isabel. Sin embargo, como espectador, percibimos que Valentina aún es menor al necesitar de cuidados y ayuda, por ejemplo, cuando tiene su primera menstruación y acude a su hermana para saber qué hacer. Ella simplemente le dice “ponte una toalla”. La niña, confundida, va al baño y sin saber más intenta pensar en una solución. Entre que no encontró un lugar de apoyo en su hermana y que continúa motivada por el juicio hacia Isabel, Valentina decide delatar ante su papá lo que vio. “Se estaban besando y haciendo cosas de mayores”, afirmación que desata una reacción violenta y desproporcionada por parte del padre.
Deniss Barreto logra retratar la tensión de los días posteriores al conflicto con los silencios, las miradas evitativas y la soledad que experimenta la niña de diez años en este periodo donde la única persona que “está de su lado” es su papá. Valentina sabe que no puede contar con él para tratar temas más íntimos como su menstruación, que la tiene que vivir en silencio, a escondidas y pretendiendo que la mancha de sangre nunca estuvo ahí.
Al acercarnos al final del largometraje podemos preguntarnos ¿por qué Valentina acusó a su hermana mayor? Es probable que Valentina tampoco lo sepa. Si bien hay una influencia del entorno y el contexto en el que ha crecido, no es lo único que jugó un papel en este acto. Más bien, parecería que Valentina aún no entiende la experiencia de ser adolescente, nunca la ha experimentado, no ha vivido esa sensación en carne propia. De cierta forma es como si Isabel, su hermana mayor, estuviera dentro del cuadro de Botticelli y Valentina aún no lograra entender la pintura ni su historia dado que se encuentra en un espacio liminal donde ni ha nacido como Venus, pero tampoco sigue en el vientre de su madre.

Las niñas de los duraznos nos comparte una mirada inocente que a través de sus ojos va adquiriendo nuevas vivencias que cambian nuestra forma de ver la vida y lo que nos rodea. Es un retrato de los últimos rastros de la infancia, la confusión que trae aquello que nos resulta desconocido y la violencia que se hereda y vive dentro de nuestros círculos más cercanos.









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