Film Review: Sinners – La música como resistencia ante los monstruos reales

Por: María Alejandra Bernedo | @marialebernedo

En la era actual, la música se experimenta desde la intelectualidad o desde el disfrute personal y colectivo, especialmente cuando se asocia a la danza. Su carácter místico y ritual está presente en muchos grupos culturales, aún cuando no se habla de ellos en espacios más hegemónicos. El valor de herencia cultural e identitaria que tiene la música es ineludible. Así aparece el legado musical afrodescendiente en Sinners, de Ryan Coogler: es una fuerza de la naturaleza, un poder que supera lo visible, un lazo que atraviesa tiempos y espacios para conectarnos con aquellos que la crearon antes y con quienes compartimos un vínculo vivo. Esa energía sobrenatural se entrelaza con otros elementos paranormales en esta película que amalgama el drama, el horror, el western, la acción, la comedia y hasta el musical para entregar una experiencia cinematográfica vistosa y profundamente antiimperialista.

Aunque no se trate de una película coral propiamente, cada sujeto tiene un trasfondo identificable, una relevancia particular en los sucesos, y cada uno de ellos es una muestra -casi alegórica- de la realidad sureña de inicios del siglo XX. Sus identidades de género y culturales no son aleatorias. El logro principal de Coogler es que esta información aparece en la trama con naturalidad. La historia parece estar protagonizada por los Smokestack, dos gemelos afroamericanos interpretados por Michael B. Jordan en un doble papel alucinante.

El eje, en realidad, es Sammie (Miles Caton), su primo menor, una especie de Robert Johnson apenas mayor de edad, hijo de un predicador en una plantación de algodón que no desea suceder a su padre en la iglesia. Lo que él quiere es cantar blues. En ese tiempo, eso significaba tener como destino las carreteras, las estaciones y los bares precarios; es decir, todo lo considerado sucio por el mundo blanco y por el cristianismo del padre de Sammie. Tras pelear en la Primera Guerra Mundial, Smoke y Stack regresan a Mississippi.

Los gemelos dejaron los negocios con Al Capone en Chicago y vuelven a su lugar de origen pensando en tener que tratar solamente con lo que ellos llaman ‘una maldad que ya conocen’. Las leyes Jim Crow y la segregación racial a nivel nacional (pero acentuada en el sur) son parte de ese mal “ya conocido” por los hermanos con el que ellos creen que podrán lidiar cuando inauguren su cantina. Pero serán tanto el mal humano del racismo como el mal sobrenatural de los vampiros los que se atravesarán en sus caminos.

Algo que une a todos los personajes -tanto principales como secundarios- es el peso del dolor que deben de cargar por las pérdidas que han tenido que sufrir o de la que han sido testigos. Es ese dolor lo que los puede hacer susceptibles a los vampiros. Ante ello, los personajes femeninos no están limitados a ser intereses amorosos de los tres varones principales, pues tienen tanto profundidad emocional como una voz activa en los hechos. Annie (Wunmi Mosaku) es la antigua pareja de Smoke, una mujer compasiva con conocimientos herbolarios y ocultistas -usualmente despreciados por el mundo moderno, cristiano y blanco, igual que el blues- determinantes durante esa noche para identificar el desborde de lo maligno.

Mary (Hailee Steinfeld), amor fugaz pero inolvidable de Stack, es una muchacha de piel blanca nieta de un afroamericano -representando ante los espectadores lo que es el white passing– que es decidida, inteligente y valiente, con una fuerte capacidad para buscar alternativas que le ayuden a obtener lo que se necesite. Pearline (Jayme Lawson), por su parte, es una joven vivaz que desarma los estereotipos sobre los hacedores de la música negra en los años 30, mostrando la irrebatible presencia femenina que hasta hoy se puede sentir en el pop y el R&B norteamericano. De más está decir que el pianista y armonicista Delta Slim (el siempre brillante Delroy Lindo) es una síntesis de los músicos negros del Mississippi. La pareja de esposos chinos es parte del realismo del relato, mostrando que la diversidad migrante siempre estuvo presente en los Estados Unidos. Por eso Remmick, el primer vampiro en aparecer en la historia, es irlandés y reafirma lo que desde Irlanda vienen reiterando con insistencia: ellos también habitan un territorio víctima del imperialismo, al que se le impuso un idioma, una religión y la extracción de sus recursos.

Aunque los vampiros son el peligro más incontrolable en Sinners, los monstruos que tienen el poder de aparecer y destruir todo a plena luz del día son los miembros del KKK. De ellos, hablan como si ya no existieran, como si se tratara de un animal extinto o de una leyenda urbana de la que no hay que decir ni una palabra más, mientras que eso es lo que ellos esperan que se haga para que no dimensionen el peligro que representan ni el daño que hacen. Es muy grato ver cómo estamos ante un filme de vampiros y de denuncia social al mismo tiempo. Es también un drama con tintes de western, visualmente muy parecido a There will be blood de PTA, la película favorita de Autumn Durald Arkapaw, la directora de fotografía del filme de Coogler -y la primera mujer en rodar en IMAX en la historia del cine. Y aunque no sea propiamente un musical, hay un espacio notable para las composiciones de Ludwig Goransson, por quien podemos apostar que estará presente en la temporada de premios de inicios del 2026 con una banda sonora expresiva, multicultural y que contagia de pasión por el blues al público en la sala.

No tenemos dudas de que esta es una de las películas más originales del año. Es imperdible ver en el cine el plano secuencia en el que Sammie empieza cantando I lied to you, la confesión a su padre de que su deseo real es cantar blues, y viene seguido de una suerte de cruce de líneas temporales con la que se recorre la historia de la música negra -hip hop, rock, trap e incluso los percusionistas que hacían música desde antes de la diáspora africana- mientras se rompe el velo que forma barreras entre el pasado, presente y futuro.

Slim le dice que pueden haber (des)aprendido algún credo, pero que la música es algo que les pertenece, que llevan dentro de sí como si fuese un componente del alma o la sangre que bombea su corazón. Podrán haber más películas este año con virtuosismos técnicos mayores, pero con un amor rabioso por el cine y las herencias culturales de los márgenes de la hegemonía, probablemente pocas o ninguna dentro del circuito comercial como Sinners. La música es y será siempre goce y resistencia.

Stills: Warner Bros. Pictures


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