Por: Natalia Albin | @_nataliaalbin

En su cuarto largometraje, y primero en habla inglesa, Athina Rachel Tsangari nos transporta a la tardía Edad Media en el campo inglés. En una historia que se preocupa por los significados de apropiarnos (tanto económica como espiritualmente) de la tierra, es adecuado que la primera toma sea del campo.

La tierra es lo primero que se presenta. Seguido por nuestro narrador y protagonista, Walter Thrisk (Caleb Landry Jones), que con manos sucias y pies descalzos, explora el campo de manera íntima, como un enamorado explorando a su pareja, muerde un tronco, chupa un árbol, admira mariposas, nada desnudo en el lago. Walter conoce el lugar, pertenece a la tierra y le pertenece a él. Las tomas en la primera secuencia también destacan lo que es quizá el punto más fuerte de la película: la impecable cinematografía de Sean Price Williams.
La narrativa, como todas las primeras historias de comunidades, empieza con fuego. Alguien quemó el establo y, entre momentos agitados de intentar rescatar todo lo posible, Walter se da cuenta de quiénes fueron los culpables – tres personas nativas a la tierra. Y, aunque como espectadores todavía no entendamos por qué, se guarda este conocimiento. Walter no habla mucho y cuando habla, es directamente al espectador a través de la narración. Landry Jones no es absolutamente perfecto en la interpretación del Walter, pero también tiene la tarea casi imposible de decir todo al decir nada.
Harvest se sitúa en tiempos económicos de cambio, y aunque claramente nos encontramos antes de la Revolución Industrial, la tierra ha sido privatizada. El dueño de este pedazo en particular, el enviudado Mayor Kent (Harry Melling), se preocupa por ser parte de sus trabajadores y no dominar su tierra, dejarlos trabajar y vivirla en sus términos. Cuando les presenta a un cartógrafo, Phillip Earle (Arinzé Kene), que va a hacer mapas del terreno, la sospecha que lo rodea es la misma que tienen los trabajadores ante todos los forasteros.

Demostrado por la manera violenta de recibir a tres refugiados de otro terreno, probablemente similar al de esta comunidad, como criminales. Se les culpa por el incendio, los dos hombres encadenados y la mujer humillada. Un sentimiento de que así son las cosas, así se mantiene el orden: sólo los que pertenecen, nadie más puede tocar la tierra. Pero la codicia de la privatización no deja a nadie de lado, y pronto el único familiar vivo de la difunta esposa de Mayor Kent, Edmund Jordan (Frank Dillane), se presenta a poner orden – es decir, a convertir la tierra en un activo económicamente fructífero.
La pertenencia de la tierra, su posesión, es tan central como la idea de pertenencia social – uno intrínsecamente unido al otro. Para los habitantes de la villa, quienes nacieron con la tierra bajo sus uñas, son los verdaderos dueños y los únicos que realmente pertenecen a su grupo. Incluso Walter, que probablemente es el más íntimo con la estructura terrenal y los hábitos de la naturaleza, es visto con sospecha cuando las cosas se ponen difíciles. Walter, quién llegó al terreno con Mayor Kent como su asistente y mejor amigo, no “pertenece”.

Tsangari tiene 131 minutos para explorar temas complejos: la pertenencia, la codicia, la privatización, la misoginia, incluso el racismo en tiempos de capitalismo temprano. Es prometedor para una película de época tener tanto material relevante para nuestros tiempos: el inicio de la avaricia terrenal que nos ha llevado a puntos desesperados del cambio climático, los filamentos de la xenofobia, la creencia del poder paternal sobre las mujeres y niñas.Y efectivamente hay varios momentos de luz brillante que nos ata a la época, como cuando Walter observa los mapas de Earle y le señala que, “Al dibujar nuestras tierras, nos está aplastando, nos está desapareciendo.”
La belleza visual de la película es innegable y nos sumerge en el ambiente de la historia, sin embargo, el enfoque a lo atmosférico y la lentitud de la narrativa nos lleva a un tercer acto un tanto apresurado que no termina de aterrizar estas ideas tan minuciosamente planteadas durante los primeros 60 minutos. Quizá la propuesta de Tsangari es tan ambiciosa que nos deja con preguntas que se diluyen sin la conclusión que merecen.

Natalia Albin
Es una escritora y emprendedora mexicana viviendo en Londres. Sus escritos generalmente examinan las conexiones entre justicia social, inmigración y feminismos con cine, arte y cultura.









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