
Por: Begoña Iturribarría | @Begostereo
Tuve la oportunidad de ver por primera vez la película mexicana Párpados Azules (2007) que Netflix añadió recientemente en su plataforma streaming y hay varias reflexiones que quisiera compartir.
La idea contemporánea del enamoramiento está cargada de suposiciones. Durante el tiempo en que una persona pasa tiempo con otra, se intuye que uno está siendo estudiado sobre lo que dice o hace.

Existe una fuerza de expectativa pues al no tener certeza de qué siente uno por el otro, se desconocen las intenciones. Cada encuentro es un inicio y no se sabe si habrá una próxima vez de volverse a ver, de intimar o de la esperanza de un beso. Es como si todo empezara de nuevo, como si el enamoramiento no tuviera memoria, y cada encuentro fuera un capítulo en blanco.
En resumen, durante el enamoramiento no hay garantías; lo vivido en citas anteriores no asegura nada para los futuros encuentros, y esa incertidumbre es quizá una de las complejidades del enamoramiento, que hace que se mantenga la ilusión y el anhelo. Por ello, conocer el final de los encuentros antes de que surja el anhelo convierte a la felicidad en un medio más que en un camino.

Es precisamente esa característica lo que da originalidad a la ópera prima de Ernesto Contreras película Párpados Azules (2007). Marina (Cecilia Suárez) una mujer solitaria que gana un viaje para dos personas todo incluido a la playa. Sin embargo, al no tener con quien ir, comienza una búsqueda por encontrar a una persona que la acompañe.
Un día, durante un altercado en una panadería, Marina se encuentra con Víctor Mina (Enrique Arreola) quien la reconoce y la llama por su nombre. Le pregunta si lo recuerda asegurándole que estudiaron juntos en la misma secundaria, pero Marina, escéptica, le dice que no e incluso lo ve con desdén. Víctor, para no perder la oportunidad de perder contacto con ella, le da su número telefónico y le hace la invitación de tomar un café y ponerse al día para recordar viejos tiempos. Ella toma la servilleta en la que Víctor anota su número, y se va con prisa, sin recordar bien de quién se trata.

Al llegar a su casa, hojea su directorio, y después de llamadas sin éxito, decide invitar a su hermana Lucía (Tiaré Scanda). Ella acepta y la invita a su casa a cenar. Es ahí, cuando Lucía le pide a Marina que le regale los boletos para ir con su esposo, debido a que su matrimonio se está desmoronando. Marina se niega a hacerlo debido a que sus boletos son intransferibles, pero, sobre todo, porque le hace ilusión aprovechar su premio. Molesta, sale de la casa de su hermana y decide buscar un nuevo acompañante. Es así, que, en un acto desesperado, toma el número de Víctor y le llama para tomarle la palabra para ir a cenar.
Durante la cena, Marina le hace la invitación a Víctor de ir a la playa, una propuesta que lo toma por sorpresa, pero después de un rato de pensarlo acepta. Pero antes de ese día, le sugiere tener otros encuentros para ver si se llevarán bien antes de viajar juntos.
Durante sus citas, sus conversaciones son casi monosilábicas, en las que por momentos podría suponerse que no se llevan bien o que incluso se aburren uno del otro pues sus conversaciones no incitan a conocerse más. Pareciera que tanto Marina como Víctor deciden pasar el tiempo juntos mientras esperan el momento de irse de viaje. Más allá de parecer apáticos, se percibe a dos personas solitarias que se limitan a escenarios idealmente románticos.

A menudo se piensa que la verdadera felicidad se alcanza sólo al llegar al clímax de nuestros objetivos, sin darnos cuenta que el camino que se ha recorrido también es parte importante de la felicidad, y la ilusión de la felicidad compartida es aún mejor por la compañía misma.
En escenas donde se ve a Marina y a Víctor que van de día de campo, al cine, a bailar, el amor y tienen ciertas formalidades, como si estuvieran siguiendo el instructivo de cómo debe actuar una pareja de enamorados en una cita, siempre pensando que el punto más álgido será llegar a la playa.

La reflexión a la que voy con este instructivo, no dista mucho de cómo entendemos el compromiso y el amor en nuestros tiempos, por más disruptivos que parezcan, siguen siendo guiados en que nuestros objetivos se van palomeando como si de una lista de logros se tratara, sin darse cuenta lo significativo que pudo resultar el camino.
En el vaivén de la vida moderna, la búsqueda de una pareja, la compra de una casa, la adopción de un perro, el matrimonio, el nacimiento de un hijo y luego del segundo, junto con todas las celebraciones y eventos sociales que nos alientan a reivindicar que hemos cumplido con nuestros objetivos, se ha vuelto nuestro fin en la vida.
De cierta forma, es como si siguiéramos avanzando en piloto automático hasta llegar a esa playa, como la de Marina y Víctor, entendida como el destino ideal que perseguimos tras el ritmo frenético de una sociedad acelerada. En ese sentido, y sin percibirlo del todo, en medio de la constante búsqueda por adaptarse a esta realidad, hace que incluso en compañía, Marina y Víctor se sientan aún más solos.
Melancólica, la cinta muestra la naturalidad de una narrativa delicada desde la piel de sus personajes, en donde los silencios develan su intimidad, y la urbanidad, la adversidad de esa misma pertenencia que eclipsa la soledad por elección.

Dirigida inteligentemente y con actuaciones espectaculares, la película Párpados Azules, es sin duda una de las películas mexicanas que ofrece un valor cinematográfico que retrata, desde la simpleza de su historia, lo profundo de la vulnerabilidad humana y de la soledad con la que cada uno carga consigo.

Begoña Iturribarría
Periodista









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