Por: Daniela García Juárez | @danigcjrz
“Considérenlo una traducción más de todas las que tiene el libro.” Dice Elisa Miller en sus redes sociales acerca de su última película, Temporada de Huracanes (2023), adaptación cinematográfica de la aclamada novela de Fernanda Melchor, estrenada en el FICM 2023. Entre cuestionamientos sobre el peso material de las palabras de Melchor, sobre la posibilidad estética que tiene el lenguaje de la imagen para darle una nueva vida a las situaciones que se narran en el libro, Miller es contundente con su definición de adaptación: ser una traducción más. Adaptar un libro al cine puede corresponder a una traducción de lenguajes: ¿cómo se salta de la palabra a la imagen? ¿Cómo se transforman poéticas y formas de representación que distan desde su esencia?

Sin embargo, traducir también corresponde a transformar ideas. Extender las preguntas que plantea el libro y dejarlas fungir como semillas para nuevas aproximaciones desde la mirada de otra autora. Eso hace Miller con su controvertida adaptación de Temporada de Huracanes: reescribir lo ya dicho desde su propia mirada. La mirada de una lectora que, como todos, proyecta sus propias reflexiones e inquietudes sobre las inmejorables palabras. Más que una traducción de lenguajes, se trata de una extensión del texto como si fuera solo un punto de partida, tras el cual las imágenes jugarán el papel del debate posterior; la mesa redonda; el ensayo que buscará dar sentido a todo lo que el libro ha sacudido en fibras muy personales de su nueva autora.
Una película de retrato.
La película de Miller se aleja de la cualidad periodística que subyace en el libro de Melchor, para alumbrar la vivencia humana más inmediata ¿Quiénes son estas personas y cuáles son sus historias? ¿Cómo nace una tragedia en el seno de una relación filial, paternal, amistosa o romántica? Es lo personal lo que más le incumbe a la directora, exaltado con un cuadro cerrado hacia los personajes y una cámara móvil que imita las angustias y torbellinos interiores. El paisaje no es, a diferencia de otras películas contemporáneas que abordan historias en los márgenes del país, un elemento explotado para la exotización o romantización de los entornos naturales, sino una capa más de los personajes como extensión de su conflicto interno. Lo vemos en la escena del aborto de Norma (Kat Rigoni): un plano general que empequeñece al personaje en medio de pastizales rojizos, húmedos y calurosos que hacen de la opresión física y emocional algo aún más insoportable. La hostilidad del territorio –la cuenca de Veracruz– también atraviesa la vivencia emocional. A Miller le importa entender a las personas.

Narrativamente, Miller elabora un relato intimista que le brinda un peso equitativo a todas las historias, contadas una a una en capítulos que corresponden a la red de personajes involucrados en el crimen con el que abre la película: el transfeminicidio de la bruja del pueblo. Con una perspectiva subjetiva, cada uno obtiene su momento de humanización que, sin justificarlo, matiza la tragedia hacia lo particular de su construcción. Miller teje una horizontalidad narrativa llena de ternura, hablando, no de criminales, sino de personas en condiciones de precariedad, creciendo en una cultura constituida de violencia machista, sin recursos que permitan herramientas de cuidado y afecto que prevengan actos ilícitos o faltos de responsabilidad.

Es una historia de niños sin amor, también dice Miller en conferencia de prensa previa al estreno de la película. La tesis que la directora defiende sobre el libro es, entonces, ontológica. Una interpretación aventurada sobre el trasfondo de fenómenos complejos y multicausales como los crímenes de odio en el sur del país, en este caso en los pueblos de la cuenca de Veracruz. La homosexualidad reprimida en los hombres, la violencia sexual, la precariedad que deriva en el trabajo sexual como fuente principal de ingreso de las mujeres, el consumo de drogas, el aborto clandestino, el abandono familiar, todos aquellos temas que el libro entrelaza para dar respuesta al asesinato de una mujer trans, la película los encauza con un sentido específico: no es suficiente hablar de las desigualdades estructurales que desencadenan en violencia y crimen, hace falta hablar del amor y de qué ocurre cuando éste falta.
¿Hay acaso una necesidad más primaria que el amor?

El caso de la homosexualidad latente y reprimida, ampliamente explorado en el libro de Melchor, es retratado en la película de Miller desde la incongruencia que genera la falta de amor. Es un acierto reducirlo a lo más simple de su idea, pues diseccionar antropológicamente la problemática desde el concepto de la diversidad sexual sería una aproximación inútil ante lo excepcional del caso. Nombrar la identidad es un eslabón de un proceso con un grado de privilegio, privilegio del cual carecen sus personajes cuyos impulsos son primarios e inconscientes, respuestas a fenómenos que requieren de adaptación constante ante la vorágine de una vida desfavorecida ¿Cuál es la letra, dentro del acrónimo LGBT+, para hablar de la disidencia que no se reconoce, que no se nombra, que no se entiende, no desde la heteronorma, sino desde la falta de palabras, desde la imposibilidad de visualizar una vida que no sea un constante acto de supervivencia? ¿Cómo amarían estos personajes sin que los esté persiguiendo la muerte, siempre anunciada al final de la escasez y la violencia?
En el clímax de la película, cuando se revela la escena del asesinato, Luismi (Andrés Córdova) y Brando (Ernesto Meléndez) revuelven la casa de La Bruja (Edgar Treviño) en búsqueda de un supuesto tesoro escondido entre sus paredes. Desesperados, ambos jóvenes golpean las puertas y sacuden los muebles, mientras los rayos de luz entran diagonalmente por una de las ventanas. El tesoro es un símbolo de esperanza, el recurso con el cual podrían huir lejos de la intrincada vida que se han creado para sí mismos. Pero entonces, la luz de la ventana: la carta que anuncia una presencia divina, una que no cobija o acompaña, sino que condena. No han sido solo desafortunadas decisiones de estos personajes que, con su propia agencia, se han llevado a la ruina, pues se trata de una vida de ruina derivada en actos de su propia naturaleza. La violencia solo conoce a la violencia. Brando y Luismi se dan cuenta que no hay tesoro al mismo tiempo que esta luz entra por la ventana: no hay esperanza para el que nace en la falta de amor, para el que crece condenado por su contexto.
Luego, el abrazo.

Luismi y Brando se encuentran en una celda llena de curtidos presos que los bañan con insultos, golpes y leperadas. Brando, descalzo por ceder los tenis nuevos que compró con dinero mal habido –y que desencadenó directamente en el asesinato de La Bruja–, y Luismi, golpeado hasta el cansancio por ser un “matajotos” –siendo el mismo, parte de esta disidencia sexual sin nombre–, se encuentran y se abrazan. Dos “niños” (en palabras de la misma directora) que hasta ese momento hemos visto drogarse, golpear, violar, esconderse y hasta matar para fingir ser personas que no son, para evadir sus verdaderas búsquedas y reprimir sus más profundos deseos, sueltan todas las armas y se rinden a lo que siempre han necesitado: el cariño de otro ser humano. Niños sin amor.

La premisa de Miller termina, de forma circular, en un par de preguntas más: ¿será que las prisiones, más que estar llenas de criminales, están llenas de niños sin amor? ¿Será que las pequeñas decisiones que constituyen las tragedias son evitables, o como anuncia la luz de la ventana, están generacionalmente condenadas por la hostilidad histórica de un país hacia las personas que habitan los márgenes, atravesadas por distintas desventajas y desigualdades? En medio de una cultura que ha respondido al crimen con punitivismo, individualismo y deshumanización, la película de retrato de Elisa Miller se presenta, más que como una adaptación, como un texto en sí mismo, digno de análisis y reflexión hacia sus propias preguntas. Éstas empiezan con una aventurada y, en estos tiempos, hasta controvertida observación: de los hechos, en la vida real o en la poética de un libro, lo que más importa son las personas.









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