Por: Daniela García Juárez | @danigcjrz
“No puedes cometer un pecado, y luego esperar que todos sintamos lástima por ti cuando hay consecuencias” le dice Kitty (Emily Blunt) a su esposo J. Robert Oppenheimer (Cillian Murphy), quien, en el punto medio de la película, se encuentra en una crisis emocional tras enterarse de un suicidio cuya responsabilidad cree cargar encima. Hacia el clímax, los flashbacks que muestran dicho suicidio se repetirán en un montaje que compara esa situación con los sentimientos de culpa que Robert tiene tras vislumbrar los efectos políticos y morales de la invención de la bomba nuclear, indicando que ambas cuestiones parten de una misma raíz o se encuentran en algún punto de su vida psicológica.

Las palabras de Kitty aluden a una infidelidad de Robert que pudo llevar al quiebre emocional de la persona que se quitó la vida, pero la frase también es un adelanto del sentido que cobrará la película en la tercera parte, después del arrojo de la bomba sobre Japón: la decadencia de un hombre que, llevado por la egolatría, causó gran destrucción y ahora siente pena por sí mismo, incapaz de ver más allá de su propia subjetividad ni en el proceso a cometer sus errores ni sufriendo el dolor que le traen sus consecuencias.

A pesar de lo dicho sobre la espectacularidad visual y sonora de Oppenheimer (2023), el muy esperado regreso del director estadounidense Christopher Nolan, solo encuentro dos momentos que despliegan de forma extraordinaria las distintas dimensiones que componen el discurso a través de la materia fílmica: cuando Robert anuncia ante la población de Los Álamos el triunfo del proyecto y alucina la explosión de la bomba –momento construido analógicamente a partir de una iluminación cegadora y efectos especiales como maquillaje y utilería–, además de cuando tiene una regresión hacia la misma imagen en la mesa de un juicio al que lo han sometido para acusarlo de espía. Lo brillante de esta puesta en escena reside en la profundidad existencial que subyace al simbolismo que elabora, y lo que dice, no solo del sentimieno de Robert ante las consecuencias de la bomba, sino del hombre, como figura, siendo enfrentado a un futuro que no imaginó mientras se encaminaba a su propia autodestrucción.
Esa línea discursiva recuerda a la popular serie Chernobyl (Craig Mazin, 2019), cuya dramatización de la explosión del reactor de 1986 se inclinó por desarticular la responsabilidad y naturaleza del error en aquello que se ha nombrado con un accidente a manos humanas, enfatizando las fallas de carácter, muy propias de lo culturalmente entendido por una naturaleza masculina, que fueron llevadas muy lejos por aquellas personas a cargo de la seguridad del reactor, a tal punto que cuestiones como la soberbia, la egolatría, la reafirmación de poder, el miedo a quedar mal, la falta de empatía o la ambición desataron una reacción en cadena que culminaría en una de las peores tragedias ambientales y sociales de la historia moderna.

En Oppenheimer hay un rastro de una relación ideológica similar. El personaje de Robert es presentado como un genio con amplias fallas de carácter, nombrado por sus pares como una persona muy difícil de tratar y catalogado entre la comunidad científica como un ser despreciable pero también increíblemente respetable. Tanto en sus relaciones románticas como de trabajo, Robert es un despreocupado egoísta cuya pasión desbordada por la ciencia es su brújula y talón de Aquiles, proyectando en él un brillo cegador –tal como el que alucina de la explosión de la bomba– que lo lleva a tomar decisiones accidentadas que no se revelan como tales hasta que vive sus consecuencias en carne propia: en el ámbito sentimental, el suicidio de una ex pareja o el descontento generalizado de su esposa; en el profesional, la creación de un arma de capacidad letal inusitada que vislumbra severos problemas politicos y sociales hacia el futuro, y una emboscada para manchar su perfil tras no haber sido lo suficientemente cuidadoso con el manejo de ese mismo proyecto.
Sin embargo, a diferencia de Chernobyl, la desarticulación psicológica y filosófica de Oppenheimer se ve opacada por las incongruencias narrativas y las presunciones estilísticas de Nolan, quien ocupa casi una hora de metraje en la resolución del conflicto político en el que se encuentra su protagonista una vez lanzada la bomba. En medio de una narración no-lineal que incluye escenas en blanco y negro, la tercera parte de la cinta se transforma casi en una película de género detectivesco centrada en llegar al plot twist, el elemento que de respuesta a cómo Robert terminó en una emboscada y qué pasará con él de ese momento en adelante. Como una serpiente que se muerde su propia cola, Nolan habla de lo pernicioso de la egolatría en un proyecto de gran alcance, para terminar haciendo lo mismo al priorizar sus pretensiones artísticas a través de una estructura innecesariamente enredada que lo siga coronando como el rey de la espectacularidad.
¿Será la ironía parte de la misma auto-crítica? Podría serlo, de no ser por otros elementos que saltan mostrando las tendencias engañosas a través de las cuales que Nolan construye discurso. Por ejemplo, si bien el diseño sonoro que acompasa las imágenes es de una precisión exquisita para la creación de atmósferas y la musicalidad del ritmo, también peca de un exceso de guía sentimental y dramática propias del cine de género, y no tan cercanas al cine autoral e innovador al que presume pertenecer. Sumado a esto, tal como ocurre en Interstellar (Christopher Nolan, 2014) la elaboración de los temas científicos recibe un tratamiento reduccionista y la narración histórica es dramatizada a través de interacciones casi tan sentimentales y falsas como una escena del Titanic, ofreciendo una probada clásica de estructura hollywoodense de cine de género con solo un ligero toque de interés científico, histórico y social.

Asimismo, Nolan elabora una subjetividad de personaje casi narcisista que logra generar simpatía en los espectadores. Aunque se intente señalar su inmoralidad y se destaque la frialdad de sus decisiones y su escueta culpa, las escenas que aluden al terror de su invento son mucho más débiles en comparación con las que aluden a su grandeza (esa imagen de una explosión de una bomba nuclear sin CGI, es para muchos el clímax de la espectacularidad plástica en la filmografía de Nolan y hasta un momento a destacar en la historia del cine). El proceso egótico de la construcción del Proyecto Manhattan –nombre que se le dio a la creación de la bomba estadounidense– se extiende por tres cuartos de trama, mientras que la tragedia humana derivada del lanzamiento de la bomba queda reducida a unas cuantas alusiones visuales y una tensión generalizada que se refleja en el rostro del personaje y se confirma en un par de escuetos diálogos que poco tienen que ver con la empatía al dolor humano, y más con las consecuencias políticas a gran escala. Le preguntan a Robert cómo pasó años sin sentir pena por su invento y cómo es que la sentía inmediatamente después de que fue lanzado. Él solo responde “porque me di cuenta que usaremos cualquier arma”.
Por otro lado, la tensión que se crea en el montaje hacia la resolución del misterio, y la intervención casi divina que hace David L. Hill (Rami Malek) en salvación de la reputación de Robert, posiciona a Lewis Strauss (Robert Downey Jr.) como un villano que embosca al héroe. Y aunque, dentro de la trama, Robert sea mostrado como un personaje ambivalente lejos de la perfección moral, la historia encamina a que la audiencia desee su absolución, minimizando la atrocidad de sus defectos en contraste con la magnificencia de su personalidad general, producto del guión y dirección de Nolan. Dice Soto Arguedas (2013) en relación a la teoría de la mirada masculina de Laura Mulvey: “Esta identificación (de los espectadores con el protagonista) está relacionada con el tema narcisista. El espectador se ve obligado a identificarse con el héroe masculino porque este está en control de las acciones y la mirada. Así el personaje principal masculino se identifica con el poder y la acción.”

Es difícil no pensar en Barbie al ver Oppenheimer. No solo por el famoso fenómeno de redes sociales (#Barbienheimmer) que se suscitó al compartir día de estreno, sino porque ambas parecen películas formal e ideológicamente opuestas. Barbie es una sátira que, entre otras cosas, parodia las estructuras patriarcales de poder y se burla de la egolatría masculina en las relaciones cotidianas. Oppenheimer, por el contrario, es un drama que se toma muy en serio a sí mismo y recuerda a la frase “It’s a man’s man’s world”, mostrando dinámicas institucionales y políticas cimentadas en el patriarcado, acompañadas de preocupaciones psicológicas muy masculinas y una forma también muy masculina, desde la perspectiva de Laura Mulvey, de narrar e ilustrar el lenguaje cinematográfico.
Si algo tienen en común es que ambas se quedan cortas en la posibilidad de mirar sus propios temas y auto-criticarse con una profundidad real, aunque parezca que lo hagan y eso sea suficiente para ser elogiadas. Ambas son parte de un mismo sistema de películas comerciales con intereses disonantes a los que proyectan en sus historias, llenas de ideales filosóficos (superficiales) con un impacto masivo en la cultura pop. Barbie, al menos, aprovecha su visibilidad para representar una ruptura de paradigmas y una reproducción de ciertos motivos progresistas en temas de género, fomentando una línea en la conversación colectiva que favorece el empoderamiento de las niñas y mujeres (en su debida proporción, ya que muchas mujeres no se ven representadas en ese tipo de ejemplificación del feminismo). Oppenheimer, por el contrario, es un ejemplo más de un director y artista que prefiere hacer un largometraje de 100 millones de dólares antes que ir a terapia, en una calca casi exacta y risible de lo que hace J. Robert Oppenheimer con la bomba nuclear.









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